03 de enero de 2019

Los Hechos de los Apóstoles (Ellen G. White)
Capítulo 2
La preparación de los doce

Para continuar su obra, Cristo no escogió la erudición o la elocuencia del Sanedrín judío o el poder de Roma. Pasando por alto a los maestros judíos que se consideraban justos, el Artífice Maestro escogió a hombres humildes y sin letras para proclamar las verdades que habían de llevarse al mundo. A esos hombres se propuso prepararlos y educarlos como directores de su iglesia. Ellos a su vez habían de educar a otros, y enviarlos con el mensaje evangélico. Para que pudieran tener éxito en su trabajo, iban a ser dotados con el poder del Espíritu Santo. El Evangelio no había de ser proclamado por el poder ni la sabiduría de los hombres, sino por el poder de Dios.

Durante tres años y medio, los discípulos estuvieron bajo la instrucción del mayor Maestro que el mundo conoció alguna vez. Mediante el trato y la asociación personales, Cristo los preparó para su servicio. Día tras día caminaban y hablaban con él, oían sus palabras de aliento a los cansados y cargados, y veían la manifestación de su poder en favor de los enfermos y afligidos. Algunas veces les enseñaba, sentado entre ellos en la ladera de la montaña; algunas veces junto a la mar, o andando por el camino, les revelaba los misterios del reino de Dios. Dondequiera hubiese corazones abiertos a
la recepción del mensaje divino, exponía las verdades del camino de la salvación. No ordenaba a los discípulos que hiciesen esto o aquello, sino que decía: “Seguidme.” En sus viajes por el campo y las ciudades, los llevaba consigo, para que pudiesen ver cómo enseñaba a la gente. Viajaban con él de lugar en lugar. Compartían sus frugales comidas, y como él, algunas veces tenían hambre y a menudo estaban cansados. En las calles atestadas, en la ribera del lago, en el desierto solitario, estaban con él. Le veían en cada fase de la vida.

Al ordenar a los doce, se dió el primer paso en la organización de la iglesia que después de la partida de Cristo habría de continuar su obra en la tierra. Respecto a esta ordenación, el relato dice: “Y subió al monte, y llamó a sí a los que él quiso; y vinieron a él. Y estableció doce, para que estuviesen con él, y para enviarlos a predicar.” Marcos 3:13, 14.

Contemplemos la impresionante escena. Miremos a la Majestad del cielo rodeada por los doce que había escogido. Está por apartarlos para su trabajo. Por estos débiles agentes, mediante su Palabra y Espíritu, se propone poner la salvación al alcance de todos.

Con alegría y regocijo, Dios y los ángeles contemplaron esa escena. El Padre sabía que la luz del cielo habría de irradiar de estos hombres; que las palabras habladas por ellos como testigos de su Hijo repercutirían de generación en generación hasta el fin del tiempo.

Los discípulos estaban por salir como testigos de Cristo, para declarar al mundo lo que habían visto y oído de él. Su cargo era el más importante al cual los seres humanos habían sido llamados alguna vez, siendo superado únicamente por el de Cristo mismo. Habían de ser colaboradores con Dios para la salvación de los hombres. Como en el Antiguo Testamento los doce patriarcas eran los representantes
de Israel, así los doce apóstoles son los representantes de la iglesia evangélica.

Durante su ministerio terrenal, Cristo empezó a derribar la pared divisoria levantada entre los judíos y gentiles, y a predicar la salvación a toda la humanidad. Aunque era judío, trataba libremente con los samaritanos y anulaba las costumbres farisaicas de los judíos con respecto a ese pueblo despreciado. Dormía bajo sus techos, comía junto a sus mesas, y enseñaba en sus calles 

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