18 de enero de 2019

Los Hechos de los Apóstoles (Ellen G. White)
Capítulo 4 
Pentecostés

Bajo la influencia de esta iluminación celestial, las escrituras que Cristo había explicado a los discípulos resaltaron delante de ellos con el brillo de la verdad perfecta. El velo que les había impedido ver hasta el extremo de lo que había sido abolido, fué quitado ahora, y comprendieron con perfecta claridad el objeto de la misión de Cristo y la naturaleza de su reino. Podían hablar con poder del Salvador; y mientras exponían a sus oyentes el plan de la salvación, muchos quedaron convictos y convencidos. Las tradiciones y supersticiones inculcadas por los sacerdotes fueron barridas de sus mentes, y las enseñanzas del Salvador fueron aceptadas.

“Así que, los que recibieron su palabra, fueron bautizados; y fueron añadidas a ellos aquel día como tres mil personas.” 

Los dirigentes judíos habían supuesto que la obra de Cristo terminaría con su muerte; pero en vez de eso fueron testigos de las maravillosas escenas del día de Pentecostés. Oyeron a los discípulos predicar a Cristo, dotados de un poder y energía hasta entonces desconocidos, y sus palabras confirmadas con señales y prodigios. En Jerusalén, la fortaleza del judaísmo, miles declararon abiertamente su fe en Jesús de Nazaret como el Mesías. 

Los discípulos se asombraban y se regocijaban en gran manera por la amplitud de la cosecha de almas. No consideraban esta maravillosa mies como el resultado de sus propios esfuerzos; comprendían que estaban entrando en las labores de otros hombres. Desde la caída de Adán, Cristo había estado confiando a sus siervos escogidos la semilla de su palabra, para que fuese sembrada en los corazones humanos. Durante su vida en la tierra, había sembrado la semilla de la verdad, y la había regado con su sangre. Las conversiones que se produjeron en el día de Pentecostés fueron el resultado de esa siembra, la cosecha de la obra de Cristo, que revelaba el poder de su enseñanza. 

Los argumentos de los apóstoles por sí solos, aunque claros y convincentes, no habrían eliminado el prejuicio que había resistido tanta evidencia. Pero el Espíritu Santo hizo penetrar los argumentos en los corazones con poder divino. Las palabras de los apóstoles eran como saetas agudas del Todopoderoso que convencían a los hombres de su terrible culpa por haber rechazado y crucificado al Señor de gloria.

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