19 de enero de 2019
Los Hechos de los Apóstoles (Ellen G. White)
Capítulo 4
Pentecostés
Pentecostés
Bajo la instrucción de Cristo, los discípulos habían sido inducidos a sentir su necesidad del Espíritu. Bajo la enseñanza del Espíritu, recibieron la preparación final y salieron a emprender la obra de su vida. Ya no eran ignorantes y sin cultura. Ya no eran una colección de unidades independientes, ni elementos discordantes y antagónicos. Ya no estaban sus esperanzas cifradas en la grandeza mundanal. Eran “unánimes,” “de un corazón y un alma.” Hechos 2:46; 4:32. Cristo llenaba sus pensamientos; su objeto era el adelantamiento de su reino. En mente y carácter habían llegado a ser como su Maestro, y los hombres “conocían que habían estado con Jesús.” Hechos 4:13.
El día de Pentecostés les trajo la iluminación celestial. Las verdades que no podían entender mientras Cristo estaba con ellos quedaron aclaradas ahora. Con una fe y una seguridad que nunca habían conocido antes, aceptaron las enseñanzas de la Palabra Sagrada. Ya no era más para ellos un asunto de fe el hecho de que Cristo era el Hijo de Dios. Sabían que, aunque vestido de la humanidad, era en verdad el Mesías, y contaban su experiencia al mundo con una confianza que llevaba consigo la convicción de que Dios estaba con ellos.
Podían pronunciar el nombre de Jesús con seguridad; porque ¿no era él su Amigo y Hermano mayor? Puestos en comunión con Cristo, se sentaron con él en los lugares celestiales. ¡Con qué ardiente lenguaje revestían sus ideas al testificar por él! Sus corazones estaban sobrecargados con una benevolencia tan plena, tan profunda, de tanto alcance, que los impelía a ir hasta los confines de la tierra, para testificar del poder de Cristo. Estaban llenos de un intenso anhelo de llevar adelante la obra que él había comenzado. Comprendían la grandeza de su deuda para con el cielo, y la responsabilidad de su obra. Fortalecidos por la dotación del Espíritu Santo, salieron llenos de celo a extender los triunfos de la cruz. El Espíritu los animaba y hablaba por ellos. La paz de Cristo brillaba en sus rostros. Habían consagrado sus vidas a su servicio, y sus mismas facciones llevaban la evidencia de la entrega que habían hecho.
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