31 de enero de 2019
Los Hechos de los Apóstoles (Ellen G. White)
Capítulo 6
A la puerta del templo
A la puerta del templo
De los discípulos, después de la transfiguración de Cristo, leemos que al terminar la maravillosa escena, “a nadie vieron, sino sólo a Jesús.” Mateo 17:8. “Sólo a Jesús”—en estas palabras se halla el secreto de la vida y el poder que señaló la historia de la iglesia primitiva. Cuando los discípulos oyeron por primera vez las palabras de Cristo, sintieron su necesidad de él. Le buscaron, le hallaron, y le siguieron. Estuvieron con él en el templo, a la mesa, en la ladera de la montaña, en el campo. Eran como alumnos con un maestro, y recibían diariamente de él lecciones de verdad eterna.
Después de la ascensión del Salvador, el sentido de la presencia divina llena de amor y luz, permaneció todavía con ellos. Era una presencia personal. Jesús, el Salvador, que había caminado, hablado y orado con ellos, que había hablado palabras de esperanza y consuelo a sus corazones, mientras el mensaje de paz estaba en sus labios, había sido tomado de ellos al cielo. Mientras el carro de ángeles le recibía, los discípulos oyeron sus palabras: “He aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.” El había ascendido al cielo con forma humana. Sabían que estaba delante del trono de Dios, y que todavía era su amigo y Salvador; que sus simpatías eran invariables; que estaría identificado para siempre con la humanidad doliente. Sabían que estaba presentando delante de Dios los méritos de su sangre, mostrando sus manos y pies heridos, como recuerdo del precio que había pagado por sus redimidos; y este pensamiento los fortalecía para soportar vituperio por su causa. Su unión con él era más fuerte ahora que cuando estaba con ellos en persona. La luz y el amor y el poder de un Cristo que moraba en ellos irradiaba de ellos, de modo que los hombres, al contemplarlos, se maravillaban.
Cristo puso su sello en las palabras que Pedro pronunció en su defensa. Junto al discípulo, como testigo convincente, estaba el hombre que tan maravillosamente había sido curado. La presencia de este hombre, pocas horas antes cojo inválido, y ahora perfectamente sano, añadía un testimonio de peso a las palabras de Pedro. Los sacerdotes y dignatarios permanecían callados. No podían rebatir la afirmación de Pedro, pero no estaban menos determinados a poner fin a las enseñanzas de los discípulos.
El milagro culminante de Cristo, la resurrección de Lázaro, había sellado la determinación de los sacerdotes de quitar del mundo a Jesús y sus maravillosas obras, que estaban destruyendo rápidamente la influencia que ellos tenían sobre el pueblo. Lo habían crucificado; pero aquí había una prueba convincente de que no habían puesto fin a la operación de milagros en su nombre, ni a la proclamación de la verdad que él enseñaba. Ya la curación del paralítico y la predicación de los apóstoles habían llenado de excitación a Jerusalén.
A fin de encubrir su perplejidad y deliberar entre sí, los sacerdotes y dignatarios ordenaron que se sacara a los apóstoles del concilio. Todos convinieron en que sería inútil negar la curación del cojo. Gustosos hubieran encubierto el milagro con falsedades; pero esto era imposible; porque había ocurrido a la plena luz del día ante multitud de gente, y ya lo sabían millares de personas. Sentían que la obra de los discípulos debía ser detenida, o Jesús ganaría muchos seguidores. Esto les acarrearía ignominia, porque serían considerados culpables del asesinato del Hijo de Dios.
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