09 de abril de 2019
Los Hechos de los Apóstoles (Ellen G. White)
Capítulo 21
En las regiones lejanas
En las regiones lejanas
La severidad con que el carcelero había tratado a los apóstoles no había despertado su resentimiento. Pablo y Silas tenían el espíritu de Cristo, no el espíritu de venganza. Sus corazones, llenos del amor del Salvador, no daban cabida a la malicia contra sus perseguidores.
El carcelero dejó caer su espada y pidiendo luz, se apresuró a ir a la mazmorra interior. Quería ver qué clase de hombres eran éstos que retribuían con bondad la crueldad con que habían sido tratados. Al llegar donde estaban los apóstoles, postrándose ante ellos, les pidió que le perdonaran. Entonces, sacándolos al patio, les preguntó: “Señores, ¿qué es menester que yo haga para ser salvo?”
El carcelero había temblado al ver la ira de Dios manifestada en el terremoto; cuando pensó que los presos se habían escapado, había estado dispuesto a suicidarse; pero ahora todas estas cosas le parecían insignificantes en comparación con el nuevo y extraño terror que agitaba su mente, y con el deseo de tener la tranquilidad y alegría manifestadas por los apóstoles bajo el sufrimiento y el ultraje. Vió en sus rostros la luz del cielo; sabía que Dios había intervenido milagrosamente para salvar sus vidas, y se revistieron de extraordinaria fuerza las palabras de la endemoniada: “Estos hombres son siervos del Dios Alto, los cuales os anuncian el camino de salud.”
Con profunda humildad pidió a los apóstoles que le mostraran el camino de la vida. “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo tú, y tu casa—contestaron ellos.—Y le hablaron la palabra del Señor, y a todos los que estaban en su casa.” El carcelero lavó entonces las heridas de los apóstoles, y les sirvió, después de lo cual fué bautizado por ellos, con toda su casa. Una influencia santificadora se difundió entre los presos, y todos estaban dispuestos a escuchar las verdades habladas por los apóstoles. Estaban convencidos que el Dios a quien estos hombres servían los había librado milagrosamente de sus cadenas.
Los habitantes de Filipos se habían aterrado grandemente por el terremoto; y cuando, por la mañana, los oficiales de la cárcel les dijeron a los magistrados lo que había ocurrido durante la noche, se alarmaron, y enviaron a los alguaciles para soltar a los apóstoles. Pero Pablo declaró: “Azotados públicamente sin ser condenados, siendo hombres Romanos, nos echaron en la cárcel; y ¿ahora nos echan encubiertamente? No, de cierto, sino vengan ellos y sáquennos.”
Los apóstoles eran ciudadanos romanos, y era ilícito azotar a un romano, a no ser por el crimen más flagrante, o privarlo de su libertad sin un juicio justo. Pablo y Silas habían sido encarcelados públicamente, y se negaron ahora a ser puestos privadamente en libertad sin la debida explicación de parte de los magistrados.
Cuando se comunicaron estas palabras a las autoridades, éstas se alarmaron por temor de que los apóstoles se quejaran al emperador, y yendo en seguida a la cárcel, pidieron disculpas a Pablo y Silas por la injusticia y crueldad que se les había hecho, y los sacaron personalmente de la cárcel y les rogaron que se fueran de la ciudad. Los magistrados temían la influencia de los apóstoles sobre el pueblo, y también el Poder que había intervenido en favor de esos hombres inocentes.
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