09 de junio de 2019
Los Hechos de los Apóstoles (Ellen G. White)
Capítulo 34
Un ministerio consagrado
Un ministerio consagrado
En su vida y lecciones Cristo dió una perfecta ejemplificación del ministerio abnegado que tiene su origen en Dios. Dios no vive para sí. Al crear el mundo y al sostener todas las cosas, está ministrando constantemente a otros. “Hace que su sol salga sobre malos y buenos, y llueve sobre justos e injustos.” Mateo 5:45. El Padre encomendó al Hijo este ideal de ministerio. Jesús fué dado para que permaneciera a la cabeza de la humanidad, y enseñara por su ejemplo qué significa ministrar. Toda su vida estuvo bajo la ley del servicio. El servía a todos, ministraba a todos.
Vez tras vez, Jesús trató de establecer este principio entre sus discípulos. Cuando Santiago y Juan le pidieron la preeminencia, les dijo: “Mas entre vosotros no será así; sino el que quisiere entre vosotros hacerse grande, será vuestro servidor; y el que quisiere entre vosotros ser el primero, será vuestro siervo: como el Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos.” Mateo 20:26-28.
Desde su ascensión, Cristo ha llevado adelante su obra en la tierra mediante embajadores escogidos, por medio de quienes habla aún a los hijos de los hombres y ministra sus necesidades. El que es la gran Cabeza de la iglesia dirige su obra mediante hombres ordenados por Dios para que actúen como sus representantes.
La posición de aquellos que han sido llamados por Dios para trabajar en palabra y en doctrina para la edificación de su iglesia, es de grave responsabilidad. En lugar de Cristo han de suplicar a los hombres y mujeres que se reconcilien con Dios; y pueden cumplir su misión solamente en la medida en que reciban sabiduría y poder de lo alto.
Los ministros de Cristo son los atalayas espirituales de la gente encomendada a su cuidado. Su trabajo se ha comparado al de los centinelas. En los tiempos antiguos los centinelas eran colocados sobre los muros de las ciudades, donde, desde puntos estratégicos, podían ver los puestos importantes que debían ser protegidos, y dar la voz de alarma cuando se acercaba el enemigo. De su fidelidad dependía la seguridad de todos los que estaban dentro. Se les exigía que a intervalos determinados se llamaran unos a otros, para estar seguros de que todos estaban despiertos, y que ninguno había recibido daño alguno. El grito de buen ánimo o de advertencia era transmitido de uno a otro, y cada uno repetía el llamado hasta que el eco circundaba la ciudad.
A todos los ministros el Señor declara: “Tú pues, hijo del hombre, yo te he puesto por atalaya a la casa de Israel, y oirás la palabra de mi boca, y los apercibirás de mi parte. Diciendo yo al impío: Impío, de cierto morirás; si tú no hablares para que se guarde el impío de su camino, el impío morirá por su pecado, mas su sangre yo la demandaré de tu mano. Y si tú avisares al impío de su camino para que de él se aparte, y él no se apartare de su camino, ... tú libraste tu vida.” Ezequiel 33:7-9.
Las palabras del profeta declaran la solemne responsabilidad de los que son colocados como guardianes de la iglesia, mayordomos de los misterios de Dios. Han de permanecer como atalayas sobre los muros de Sión, para dar la nota de alarma al acercarse el enemigo. Las almas están en peligro de caer bajo la tentación, y perecerán a menos que los ministros de Dios sean fieles en su cometido. Si por alguna razón sus sentidos espirituales se entorpecen hasta que sean incapaces de discernir el peligro, y porque no dieron la amonestación el pueblo perece, Dios requerirá de sus manos la sangre de los perdidos.
Es el privilegio de los atalayas de los muros de Sión vivir tan cerca de Dios, ser tan susceptibles a las impresiones de su Espíritu, que él pueda obrar por medio de ellos para advertir a los hombres y mujeres su peligro, y señalarles el lugar de seguridad. Han de advertirles fielmente el seguro resultado de la transgresión, y proteger fielmente los intereses de la iglesia. En ningún tiempo pueden descuidar su vigilancia. La suya es una obra que requiere el ejercicio de todas las facultades de su ser. Sus voces han de elevarse con tonos de trompeta, y nunca han de dar una nota vacilante e incierta. No han de trabajar por la paga, sino porque no pueden obrar de otra manera, porque comprenden que pesa un ay sobre ellos si no predican el Evangelio. Escogidos por Dios, sellados con la sangre de la consagración, han de rescatar a los hombres y mujeres de la destrucción inminente.
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