10 de junio de 2019
Los Hechos de los Apóstoles (Ellen G. White)
Capítulo 34
Un ministerio consagrado
Un ministerio consagrado
El ministro que es colaborador de Cristo tendrá un profundo sentido de la santidad de su trabajo, y de la ardua labor y el sacrificio requeridos para realizarlo con éxito. No estudia su propia comodidad o conveniencia. Se olvida de sí mismo. En su búsqueda de las ovejas perdidas, no siente que él mismo está cansado, con frío y hambre. No tiene sino un objeto en vista: la salvación de los perdidos.
El que sirve bajo el estandarte manchado de sangre de Emmanuel, tiene una tarea que requerirá esfuerzo heroico y paciente perseverancia. Pero el soldado de la cruz permanece sin retroceder en la primera línea de la batalla. Cuando el enemigo lo presiona con sus ataques, se torna a la fortaleza por ayuda, y mientras presenta al Señor las promesas de la Palabra, se fortalece para los deberes de la hora. Comprende su necesidad de fuerza de lo alto. Las victorias que obtiene no le inducen a la exaltación propia, sino a depender más y más completamente del Poderoso. Confiando en ese Poder, es capacitado para presentar el mensaje de salvación tan vigorosamente que vibre en otras mentes.
El que enseña la Palabra debe vivir en concienzuda y frecuente comunión con Dios por la oración y el estudio de su Palabra; porque ésta es la fuente de la fortaleza. La comunión con Dios impartirá a los esfuerzos del ministro un poder mayor que la influencia de su predicación. No debe privarse de ese poder. Con un fervor que no pueda ser rechazado, debe suplicar a Dios que lo fortalezca para el deber y la prueba, que toque sus labios con el fuego vivo. A menudo los embajadores de Cristo se aferran demasiado débilmente a las realidades eternas. Si los hombres quisieren caminar con Dios, él los esconderá en la hendidura de la Roca. Escondidos así, podrán ver a Dios, así como Moisés le vió. Por el poder y la luz que él imparte podrán comprender y realizar más de lo que su finito juicio considera posible.
La astucia de Satanás tiene más éxito contra los que están deprimidos. Cuando el desaliento amenace abrumar al ministro, exponga él sus necesidades a Dios. Cuando los cielos eran como bronce sobre Pablo, era cuando él confiaba más plenamente en Dios. Conocía él mejor que la mayoría de los hombres el significado de la aflicción; pero escuchad su grito triunfal cuando, acosado por la tentación y el conflicto, avanza hacia el cielo: “Porque lo que al presente es momentáneo y leve de nuestra tribulación, nos obra un sobremanera alto y eterno peso de gloria; no mirando nosotros a las cosas que se ven, sino a las que no se ven.” 2 Corintios 4:17, 18. Los ojos de Pablo estaban siempre fijos en lo invisible y eterno. Al comprender que luchaba contra poderes sobrenaturales, se confiaba a Dios, y en esto residía su fuerza. Es viendo al Invisible como el alma adquiere fuerza y vigor y se quebranta el poder de la tierra sobre la mente y el carácter.
Un pastor debería tratar libremente con la gente por la cual trabaja, para familiarizarse con ella y saber adaptar su enseñanza a sus necesidades. Cuando un ministro de la Palabra ha predicado un sermón, su trabajo apenas ha comenzado. Tiene que hacer obra personal. Debe visitar a la gente en sus casas, hablar y orar con ella con fervor y humildad. Hay familias que nunca serán alcanzadas por las verdades de la Palabra de Dios, a menos que los dispensadores de su gracia penetren en sus hogares y les señalen el camino más elevado. Pero los corazones de los que hacen este trabajo deben latir al unísono con el corazón de Cristo.
Mucho abarca la orden: “Ve por los caminos y por los vallados, y fuérzalos a entrar, para que se llene mi casa.” Lucas 14:23. Enseñen los ministros la verdad en las familias, vinculándose estrechamente con aquellos por quienes trabajan, y mientras cooperen así con Dios, él los revestirá de poder espiritual. Cristo los guiará en su trabajo, y les dará palabras que penetren profundamente en los corazones de sus oyentes. Es el privilegio de todo ministro poder decir con Pablo: “Porque no he rehuído de anunciaros todo el consejo de Dios.” “Nada que fuese útil he rehuído de anunciaros y enseñaros, públicamente y por las casas, ... arrepentimiento para con Dios, y la fe en nuestro Señor Jesucristo.” Hechos 20:27, 20, 21.
El Salvador iba de casa en casa, sanando a los enfermos, confortando a los enlutados, consolando a los afligidos, hablando paz a los desconsolados. Tomaba a los niñitos en sus brazos y los bendecía, y hablaba palabras de esperanza y consuelo a las cansadas madres. Con incansable ternura y cortesía, trataba toda forma de aflicción y dolor humanos. No trabajaba para sí sino para otros. Era siervo de todos. Era su comida y bebida infundir esperanza y fuerza a todos aquellos con quienes se relacionaba. Mientras los hombres y mujeres escuchaban las verdades que caían de sus labios, tan distintas de las tradiciones y dogmas enseñados por los rabinos, brotaba la esperanza en sus corazones. En su enseñanza había un fervor que hacía penetrar sus palabras en los corazones con un poder convincente.
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