22 de junio de 2019

Los Hechos de los Apóstoles (Ellen G. White)
Capítulo 37
Último viaje de Pablo a Jerusalén

“Lo cual como oímos—continuó Lucas,—le rogamos nosotros y los de aquel lugar, que no subiese a Jerusalem.” Pero Pablo no quiso apartarse de la senda del deber. Seguiría a Cristo si fuera necesario a la prisión y a la muerte. “¿Qué hacéis llorando y afligiéndome el corazón?—exclamó—porque yo no sólo estoy presto a ser atado, mas aun a morir en Jerusalem por el nombre del Señor Jesús.” Viendo que le producían dolor sin que cambiara de propósito, los hermanos dejaron de importunarle, diciendo solamente: “Hágase la voluntad del Señor.” 

Pronto llegó el fin de la breve estada en Cesarea, y acompañado por algunos de los hermanos, Pablo y sus acompañantes partieron para Jerusalén, con los corazones oprimidos por el presentimiento de una desgracia inminente. 

Nunca antes se había acercado el apóstol a Jerusalén con tan entristecido corazón. Sabía que iba a encontrar pocos amigos y muchos enemigos. Se acercaba a la ciudad que había rechazado y matado al Hijo de Dios y sobre la cual pendían los juicios de la ira divina. Recordando cuán acerbo había sido su propio prejuicio contra los seguidores de Cristo, sentía la más profunda compasión por sus engañados compatriotas. Y sin embargo, ¡cuán poco podía esperar que fuera capaz de ayudarles! La misma ciega cólera que un tiempo inflamara su propio corazón, encendía ahora con indecible intensidad el corazón de todo un pueblo contra él. 

No podía contar siquiera con el apoyo y la simpatía de los hermanos en la fe. Los judíos inconversos que le habían seguido muy de cerca el rastro, no habían sido lentos en hacer circular, acerca de él y su trabajo, los más desfavorables informes en Jerusalén, tanto personalmente como por carta; y algunos, aun de los apóstoles y ancianos, habían recibido esos informes como verdad, sin hacer esfuerzo alguno por contradecirlos, ni manifestar deseo de concordar con él. 

Sin embargo, en medio de sus desalientos, el apóstol no estaba desesperado. Confiaba en que la Voz que había hablado a su corazón, hablaría al de sus compatriotas y que el Señor a quien los demás discípulos amaban y servían uniría sus corazones al suyo en la obra del Evangelio.

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