19 de junio de 2019

Los Hechos de los Apóstoles (Ellen G. White)
Capítulo 37
Último viaje de Pablo a Jerusalén

En la última tarde de su estada, los hermanos se juntaron “a partir el pan.” El hecho de que su amado maestro estaba por partir había hecho congregar a un grupo más numeroso que de costumbre. Se reunieron en un “aposento alto” en el tercer piso. Allí, movido por el fervor de su amor y solicitud por ellos, el apóstol predicó hasta la medianoche. 

En una de las ventanas abiertas estaba sentado un joven llamado Eutico. En ese lugar peligroso se durmió, y cayó al patio de abajo. Inmediatamente todo fué alarma y confusión. Se alzó al joven muerto, y muchos se juntaron en su derredor con lamentos y duelo. Pero Pablo, pasando por en medio de la congregación asustada, lo abrazó y ofreció una oración fervorosa para que Dios restaurara la vida al muerto. Lo pedido fué concedido. Por encima de las voces de duelo y lamento, se oyó la del apóstol que decía: “No os alborotéis, que su alma está en él.” Los creyentes se volvieron a reunir gozosos en el aposento alto. Participaron en la comunión, y entonces Pablo “habló largamente, hasta el alba.” 

El barco en que Pablo y sus compañeros querían continuar su viaje estaba por zarpar, y los hermanos subieron a bordo apresuradamente. El apóstol mismo, sin embargo, decidió seguir la ruta más directa por tierra entre Troas y Asón, para encontrar a sus compañeros en esta última ciudad. Esto le dió un breve tiempo para meditar y orar. Las dificultades y peligros relacionados con su próxima visita a Jerusalén, la actitud de la iglesia allí hacia él y su obra, como también la condición de las iglesias y los intereses de la obra del Evangelio en otros campos, eran temas de reflexión fervorosa y ansiosa; y aprovechó esta oportunidad especial para buscar a Dios en procura de fuerza y dirección. 

Los viajeros, después de partir de Asón, pasaron por la ciudad de Efeso, por tanto tiempo escenario de la labor del apóstol. Pablo había deseado grandemente visitar a la iglesia allí, porque tenía que darle importantes instrucciones y consejos. Pero después de considerarlo, decidió seguir adelante, porque deseaba “hacer el día de Pentecostés, si le fuese posible, en Jerusalem.” Sin embargo, al llegar a Mileto, situada a unos cincuenta kilómetros de Efeso, supo que podría comunicarse con los miembros de la iglesia antes que partiese el barco. Envió inmediatamente un mensaje a los ancianos, instándolos a que fuesen prestamente a Mileto, para que pudiese verlos antes de continuar viaje. 

En respuesta a su invitación, ellos fueron, y les dirigió palabras fuertes y conmovedoras de amonestación y despedida. “Vosotros sabéis cómo—dijo,—desde el primer día que entré en Asia, he estado con vosotros por todo el tiempo, sirviendo al Señor con toda humildad, y con muchas lágrimas y tentaciones que me han venido por las asechanzas de los Judíos: cómo nada que fuese útil he rehuído de anunciaros y enseñaros, públicamente y por las casas, testificando a los Judíos y a los Gentiles arrepentimiento para con Dios, y la fe en nuestro Señor Jesucristo.” 

Pablo había exaltado siempre la ley divina. Había mostrado que en la ley no hay poder para salvar a los hombres del castigo de la desobediencia. Los que han obrado mal deben arrepentirse de sus pecados y humillarse ante Dios, cuya justa ira han provocado al violar su ley; y deben también ejercer fe en la sangre de Cristo como único medio de perdón. El Hijo de Dios había muerto en sacrificio por ellos, y ascendido al cielo para ser su abogado ante el Padre. Por el arrepentimiento y la fe, ellos podían librarse de la condenación del pecado y, por la gracia de Cristo, obedecer la ley de Dios. 

“Y ahora, he aquí—continuó Pablo,—ligado yo en espíritu, voy a Jerusalem, sin saber lo que allá me ha de acontecer: mas que el Espíritu Santo por todas las ciudades me da testimonio diciendo que prisiones y tribulaciones me esperan. Mas de ninguna cosa hago caso, ni estimo mi vida preciosa para mí mismo; solamente que acabe mi carrera con gozo, y el ministerio que recibí del Señor Jesús, para dar testimonio del evangelio de la gracia de Dios. Y ahora, he aquí, yo sé que ninguno de todos vosotros, por quien he pasado predicando el reino de Dios, verá más mi rostro.”

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