21 de junio de 2019

Los Hechos de los Apóstoles (Ellen G. White)
Capítulo 37
Último viaje de Pablo a Jerusalén

“Y ahora, hermanos—continuó,—os encomiendo a Dios, y a la palabra de su gracia: el cual es poderoso para sobreedificar, y daros heredad con todos los santificados. La plata, o el oro, o el vestido de nadie he codiciado.” Algunos de los hermanos efesios eran ricos, pero nunca había tratado Pablo de obtener de ellos beneficio personal. No era parte de su mensaje llamar la atención a sus propias necesidades. “Para lo que me ha sido necesario, y a los que están conmigo, estas manos—declaró—me han servido.” En medio de sus arduas labores y largos viajes por la causa de Cristo, él pudo no sólo suplir sus propias necesidades, sino tener algo para el sostén de sus colaboradores y el alivio de los pobres dignos. Esto lo logró por una diligencia incansable y estricta economía. Bien podía citarse como ejemplo al decir: “En todo os he enseñado que, trabajando así, es necesario sobrellevar a los enfermos, y tener presentes las palabras del Señor Jesús, el cual dijo: Mas bienaventurada cosa es dar que recibir. 

“Y como hubo dicho estas cosas, se puso de rodillas, y oró con todos ellos. Entonces hubo un gran lloro de todos: y echándose en el cuello de Pablo, le besaban, doliéndose en gran manera por la palabra que dijo, que no habían de ver más su rostro. Y le acompañaron al navío.” 

De Mileto, los viajeros fueron “camino derecho a Coos, y al día siguiente a Rhodas, y de allí a Pátara,” situada en la costa sudoeste de Asia Menor, donde, “hallando un barco que pasaba a Fenicia,” se embarcaron y partieron. En Tiro, donde fué descargado el barco, hallaron algunos discípulos, con quienes se les permitió que permaneciesen siete días. Por medio del Espíritu Santo, estos discípulos fueron advertidos de los peligros que esperaban a Pablo en Jerusalén, e insistieron que “no subiese a Jerusalem.” Pero el apóstol no permitió que el temor a las aflicciones y el encarcelamiento le hicieran desistir de su propósito. 

Al final de la semana pasada en Tiro, todos los hermanos, con sus esposas e hijos, fueron con Pablo hasta el barco, y antes que él subiese a bordo, todos se arrodillaron en la costa y oraron, él por ellos y ellos por él. 

Siguiendo su viaje hacia el sur, los viajeros llegaron a Cesarea, y “entrando en casa de Felipe el evangelista, el cual era uno de los siete,” posaron con él. Allí pasó Pablo algunos días tranquilos y felices, los últimos de libertad perfecta que había de gozar por mucho tiempo. 

Mientras Pablo estaba en Cesarea, “descendió de Judea un profeta, llamado Agabo; y venido a nosotros—dice Lucas,—tomó el cinto de Pablo, y atándose los pies y las manos, dijo: Esto dice el Espíritu Santo: Así atarán los Judíos en Jerusalem al varón cuyo es este cinto, y le entregarán en manos de los Gentiles.”

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