31 de mayo de 2019

Los Hechos de los Apóstoles (Ellen G. White)
Capítulo 32
Una iglesia generosa 

Aquel cuyo corazón refulge con el amor de Cristo considerará no solamente como un deber, sino como un placer, ayudar en el avance de la obra más elevada y más santa encomendada al hombre: la de presentar al mundo las riquezas de la bondad, la misericordia y la verdad. 

Es el espíritu de la codicia lo que induce a los hombres a conservar para la complacencia propia los medios que por derecho pertenecen a Dios, y este espíritu es tan aborrecible para él ahora como cuando, mediante su profeta, censuró severamente a su pueblo así: “¿Robará el hombre a Dios? Pues vosotros me habéis robado. Y dijisteis: ¿En qué te hemos robado? Los diezmos y las primicias. Malditos sois con maldición, porque vosotros, la nación toda, me habéis robado.” Malaquías 3:8, 9

El espíritu de liberalidad es el espíritu del cielo. Este espíritu halla su más elevada manifestación en el sacrificio de Cristo en la cruz. En nuestro favor, el Padre dió a su Hijo unigénito; y Cristo, habiendo dado todo lo que tenía, se dió entonces a sí mismo, para que el hombre pudiera ser salvo. La cruz del Calvario debe despertar la benevolencia de todo seguidor del Salvador. El principio allí ilustrado es el de dar, dar. “El que dice que está en él, debe andar como él anduvo.” 1 Juan 2:6

Por otra parte, el espíritu de egoísmo es el espíritu de Satanás. El principio ilustrado en la vida de los mundanos es el de conseguir, conseguir. Así esperan asegurarse felicidad y comodidad, pero el fruto de su siembra es tan sólo miseria y muerte. 

Mientras Dios no cese de bendecir a sus hijos, no dejarán ellos de estar bajo la obligación de devolverle la porción que reclama. No solamente deben entregar al Señor la porción que le pertenece, sino que deben también traer a su tesorería, como ofrenda de gratitud, un tributo liberal. Con corazones gozosos deben dedicar al Creador las primicias de todos sus bienes: sus más selectas posesiones, su servicio mejor y más sagrado. Así recibirán abundantes bendiciones. Dios mismo convertirá sus almas en jardín de riego, cuyas aguas no falten. Y cuando la última gran cosecha sea recogida, las gavillas que pudieron llevar al Maestro serán la recompensa de su generoso uso de los talentos a ellos confiados. 

Los mensajeros escogidos de Dios están empeñados en una labor agresiva, y no deben verse obligados a pelear a sus propias expensas, sin la ayuda de la simpatía y el cordial sostén de sus hermanos. Incumbe a los miembros de la iglesia tratar generosamente a aquellos que abandonan su empleo secular para entregarse al ministerio. Cuando se alienta a los ministros de Dios, se hace progresar mucho su causa. Pero cuando el egoísmo de los hombres los priva de su legítimo sostén, se debilitan sus manos, y a menudo se menoscaba seriamente su utilidad. 

Se enciende el desagrado de Dios contra los que aseveran seguirle y sin embargo permiten que los consagrados obreros sufran por las necesidades de la vida mientras están ocupados en el ministerio activo. Los egoístas serán llamados a rendir cuentas no solamente por el mal uso del dinero de su Señor, sino también por la depresión y pena que su conducta ocasionó a sus fieles siervos. Los que son llamados a la obra del ministerio, y al llamamiento del deber renuncian a todo para ocuparse en el servicio de Dios, deben recibir por sus esfuerzos abnegados suficiente salario para sostenerse a sí mismos y a sus familias. 

En los diversos departamentos del trabajo secular, mental y físico, los obreros fieles pueden ganar buenos salarios. ¿No es la obra de diseminar la verdad y guiar las almas a Cristo de más importancia que cualquier negocio común? ¿Y no tienen derecho a una remuneración suficiente los que trabajan fielmente en esta obra? Por nuestra estima del valor relativo del trabajo por el bien moral y por el físico, mostramos nuestro aprecio de lo celestial en contraste con lo terrenal. 

Para que haya fondos en la tesorería para el sostén de los ministros y para atender los pedidos de ayuda en las empresas misioneras, es necesario que el pueblo de Dios dé alegre y liberalmente. Sobre los ministros descansa la solemne responsabilidad de mantener ante las iglesias las necesidades de la causa de Dios, y de enseñarles a ser liberales. Cuando se descuida esto, y las iglesias dejan de dar para las necesidades ajenas, no solamente sufre la obra del Señor, sino que son retenidas las bendiciones que deberían recibir los creyentes. 

Hasta los muy pobres deberían traer sus ofrendas a Dios. Ellos han de participar de la gracia de Cristo negándose a sí mismos para ayudar a aquellos cuya necesidad es más apremiante que la suya propia. El don del pobre, el fruto de su abnegación, se presenta delante de Dios como fragante incienso. Y todo acto de sacrificio propio fortalece el espíritu de beneficencia en el corazón del dador, y lo une más estrechamente con Aquel que era rico, pero que por amor a nosotros se hizo pobre para que por su pobreza fuésemos enriquecidos. 

El acto de la viuda que puso dos blancas—todo lo que tenía—en la tesorería, fué registrado para animar a los que, aunque luchan con la pobreza, desean sin embargo ayudar a la causa de Dios mediante sus dones. Cristo llamó la atención de los discípulos a esa mujer, que había dado “todo su alimento.” Consideró su dádiva de más valor que las grandes ofrendas de aquellos cuyas limosnas no exigían abnegación. De su abundancia ellos habían dado una pequeña porción. Para hacer su ofrenda, la viuda se había privado aun de lo que necesitaba para vivir, confiando que Dios supliría sus necesidades para el mañana. Respecto a ella el Salvador declaró: “De cierto os digo que esta viuda pobre echó más que todos los que han echado en el arca.” Marcos 12:44, 43. Así enseñó que el valor de la dádiva no se estima por el monto, sino por la proporción que se da y por el motivo que impulsa al dador.

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