07 de marzo de 2019
Los Hechos de los Apóstoles (Ellen G. White)
Capítulo 15
Librado de la cárcel
Librado de la cárcel
Poco después que Pedro fuera librado de la cárcel, Herodes fué a Cesarea. Mientras estaba allí, dió una gran fiesta, con el fin de suscitar la admiración y conquistar el aplauso del pueblo. A esta fiesta asistieron los amantes de placeres de muchos lugares, y se banqueteó mucho y se bebió mucho vino. Con gran pompa y ceremonia se presentó Herodes ante el pueblo, y se dirigió a él en un elocuente discurso. Vestido con un manto resplandeciente de plata y oro, que reflejaba los rayos del sol en sus relumbrantes pliegues y deslumbraba los ojos de los espectadores, era de imponente figura. La majestad de su aspecto y la fuerza de sus palabras bien escogidas ejercieron poderoso influjo sobre la asamblea. Sus sentidos estaban ya pervertidos por la gula y el vino, y se quedaron deslumbrados por los atavíos de Herodes y encantados por su porte y oratoria; de manera que con frenético entusiasmo le tributaron adulación, declarando que ningún mortal podía presentar tal aspecto y disponer de tan sorprendente elocuencia. Dijeron, además, que aunque siempre lo habían respetado como gobernante, de ahora en adelante lo adorarían como dios.
Algunos de aquellos cuyo voz estaba ahora glorificando a un vil pecador, habían elevado, tan sólo pocos años antes, el clamor frenético: ¡Quita a Jesús! ¡Crucifícale, crucifícale! Los judíos se habían negado a recibir a Jesús, cuyas burdas vestiduras, a menudo sucias del viajar, cubrían un corazón lleno de amor divino. Sus ojos no podían discernir, bajo el exterior humilde, al Señor de la vida y la gloria, aun cuando el poder de Cristo se había revelado ante ellos en obras que ningún hombre podía hacer. Pero estaban dispuestos a adorar como dios al rey altanero, cuyos magníficos vestidos de plata y oro cubrían un corazón corrompido y cruel.
Herodes sabía que no merecía ninguna de las ala alabanzas y homenajes que se le tributaban, y sin embargo aceptó la idolatría del pueblo como si le fuera debida. Su corazón saltaba de triunfo, y una expresión de orgullo satisfecho se notaba en su semblante mientras oía el clamor: “Voz de Dios, y no de hombre.”
Pero de repente lo sobrecogió un cambio espantoso. Su rostro se puso pálido como la muerte y convulsionado por la agonía. Gruesas gotas de sudor brotaron de sus poros. Quedó un momento de pie como transido de dolor y terror; luego, volviendo su semblante lívido hacia sus horrorizados amigos, exclamó en tono hueco de desesperación: Aquel que ensalzasteis como dios está herido de muerte.
Se lo sacó de la escena de orgía y pompa sufriendo la angustia más torturante. Momentos antes había recibido alabanzas y culto de una vasta muchedumbre; ahora se daba cuenta de que se hallaba en las manos de un Gobernante mayor que él. Se sintió invadido por el remordimiento: recordó su implacable persecución de los discípulos de Cristo; su cruel orden de matar al inocente Jacobo, y su propósito de dar muerte al apóstol Pedro; recordó cómo en su mortificación e ira frustrada había ejercido una venganza irrazonable contra los guardias de la cárcel. Sintió que él, el perseguidor implacable, había caído ahora en las manos de Dios. No hallaba alivio del dolor corporal ni de la angustia mental, ni tampoco tenía esperanza de obtenerlo.
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