21 de febrero de 2019
Los Hechos de los Apóstoles (Ellen G. White)
Capítulo 12
De perseguidor a discípulo
De perseguidor a discípulo
En aquel momento de celestial iluminación, la mente de Saulo actuó con notable rapidez. Las profecías de la Sagrada Escritura se abrieron a su comprensión. Vió que el rechazamiento de Jesús por los judíos, su crucifixión, resurrección y ascensión habían sido predichos por los profetas y le demostraron que era el Mesías prometido. El discurso de Esteban en ocasión de su martirio le vino vívidamente a la memoria, y Saulo comprendió que el mártir había contemplado en verdad “la gloria de Dios” cuando dijo: “He aquí veo los cielos abiertos, y al Hijo del hombre que está a la diestra de Dios.” Hechos 7:55, 56. Los sacerdotes habían declarado blasfemas esas palabras, pero ahora Saulo sabía que eran verdad.
¡Qué revelación fué todo esto para el perseguidor! Ahora Saulo sabía con toda seguridad que el prometido Mesías había venido a la tierra en la persona de Jesús de Nazaret, y que aquellos a quienes había venido a salvar le habían rechazado y crucificado. También sabía que el Salvador había resucitado triunfante de la tumba y ascendido a los cielos. En aquel momento de divina revelación, recordó Saulo, aterrorizado, que con su consentimiento había sido sacrificado Esteban por dar testimonio del Salvador crucificado y resucitado, y que después fué instrumento para que muchos otros dignos discípulos de Jesús encontrasen la muerte por cruel persecución.
El Salvador había hablado a Saulo mediante Esteban, cuyo claro razonamiento no podía ser refutado. El erudito judío vió el rostro del mártir reflejando la luz de la gloria de Cristo, de modo que parecía “como el rostro de un ángel.” Hechos 6:15. Presenció la longanimidad de Esteban para con sus enemigos y el perdón que les concedió. Presenció también la fortaleza y la alegre resignación de muchos a quienes él había hecho atormentar y afligir. Hasta vió a algunos entregar la vida con regocijo por causa de su fe.
Todas estas cosas impresionaron mucho a Saulo, y a veces casi abrumaron su mente con la convicción de que Jesús era el Mesías prometido. En esas ocasiones luchó noches enteras contra esa convicción, y siempre terminó por creer que Jesús no era el Mesías, y que sus seguidores eran ilusos fanáticos.
Ahora Cristo le hablaba con su propia voz, diciendo: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” Y la pregunta: “¿Quién eres, Señor?” fué contestada por la misma voz: “Yo soy Jesús a quien tú persigues.” Cristo se identifica aquí con su pueblo. Al perseguir a los seguidores de Jesús, Saulo había atacado directamente al Señor del cielo. Al acusarlos y al testificar falsamente contra ellos, lo hacía también contra el Salvador del mundo.
No dudó Saulo de que quien le hablaba era Jesús de Nazaret, el Mesías por tanto tiempo esperado, la Consolación y el Redentor de Israel. Saulo, “temblando y temeroso, dijo: Señor, ¿qué quieres que haga? Y el Señor le dice: Levántate y entra en la ciudad, y se te dirá lo que te conviene hacer.”
Cuando se desvaneció el resplandor, y Saulo se levantó del suelo, se halló totalmente privado de la vista. La refulgencia de la gloria de Cristo había sido demasiado intensa para sus ojos mortales; y cuando desapareció, las tinieblas de la noche se asentaron sobre sus ojos. Creyó que esta ceguera era el castigo de Dios por su cruel persecución de los seguidores de Jesús. En terribles tinieblas palpaba en derredor, y sus compañeros, con temor y asombro, “llevándole por la mano, metiéronle en Damasco.”
En la mañana de aquel día memorable, Saulo se había acercado a Damasco con sentimiento de satisfacción propia debido a la confianza que habían depositado en él los príncipes de los sacerdotes. Se le habían confiado graves responsabilidades. Se le había dado la comisión de que promoviese los intereses de la religión judía poniendo coto, si fuera posible, a la extensión de la nueva fe en Damasco. Estaba resuelto a ver coronada de éxito su misión, y había contemplado con ansiosa expectación los sucesos que aguardaba.
¡Cuán diferente de lo anticipado fué su entrada en la ciudad! Herido de ceguera, impotente, torturado por el remordimiento, sin saber qué juicio adicional pudiese estarle reservado, buscó el hogar del discípulo Judas, donde en la soledad tuvo amplia oportunidad de reflexionar y orar.
Por tres días Saulo estuvo “sin ver, y no comió, ni bebió.” Esos días de agonía de alma le parecieron años. Vez tras vez recordó, con angustia de espíritu, la parte que había tomado en el martirio de Esteban. Con horror pensaba en la culpa en que había incurrido al dejarse dominar por la malicia y el prejuicio de los sacerdotes y gobernantes, aun cuando el rostro de Esteban había sido iluminado con el brillo del cielo. Con tristeza y contrición de espíritu repasó las muchas ocasiones en que había cerrado sus ojos y oídos a las más impresionantes evidencias, y había insistido implacablemente en la persecución de los creyentes en Jesús de Nazaret.
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