22 de febrero de 2019

Los Hechos de los Apóstoles (Ellen G. White)
Capítulo 12
De perseguidor a discípulo

Estos días de riguroso examen propio y humillación de espíritu, los pasó en solitaria reclusión. Los creyentes, advertidos del propósito del viaje de Saulo a Damasco, temían que pudiera estar simulando a fin de engañarlos más fácilmente. Y se mantuvieron lejos, rehusándole su simpatía. El no deseaba recurrir a los judíos inconversos, con quienes había planeado unirse en destrucción de los creyentes; porque sabía que ni siquiera escucharían el relato de su caso. Así parecía estar privado de toda simpatía humana. Toda su esperanza de ayuda se cifraba en un Dios misericordioso, y a él recurrió con corazón contrito. 

Durante las largas horas en que Saulo estuvo encerrado a solas con Dios, recordó muchos de los pasajes de las Escrituras que se referían al primer advenimiento de Cristo. Cuidadosamente, rastreó las profecías, con una memoria aguzada por la convicción que se había apoderado de su mente. Al reflexionar en el significado de esas profecías, se asombraba de su anterior ceguera de entendimiento, y de la ceguera de los judíos en general, que los había inducido a rechazar a Jesús como el Mesías prometido. A su entendimiento iluminado, todo parecía claro ahora. Sabía que su anterior prejuicio e incredulidad habían obscurecido su percepción espiritual, y le habían impedido discernir en Jesús de Nazaret el Mesías de las profecías. 

Al entregarse Saulo completamente al poder convincente del Espíritu Santo, vió los errores de su vida, y reconoció los abarcantes requerimientos de la ley de Dios. El que había sido un orgulloso fariseo, confiado en que lo justificaban sus buenas obras, se postró ahora delante de Dios con la humildad y la sencillez de un niñito, confesando su propia indignidad, e invocando los méritos de un Salvador crucificado y resucitado. Saulo anhelaba ponerse en completa armonía y comunión con el Padre y el Hijo; y en la intensidad de su deseo de obtener perdón y aceptación, elevó fervientes súplicas al trono de la gracia. 

Las oraciones del penitente fariseo no fueron inútiles. Sus recónditos pensamientos y emociones fueron transformados por la gracia divina; y sus facultades más nobles fueron puestas en armonía con los propósitos eternos de Dios. Cristo y su justicia llegaron a ser para Saulo más que todo el mundo. 

La conversión de Saulo es una impresionante evidencia del poder milagroso del Espíritu Santo para convencer de pecado a los hombres. El había creído en verdad que Jesús de Nazaret menospreció la ley de Dios, y que enseñó a sus discípulos que ella no estaba en vigor. Pero después de su conversión, Saulo reconoció a Jesús como Aquel que había venido al mundo con el expreso propósito de vindicar la ley de su Padre. Estaba convencido de que Jesús era el originador de todo el sistema judío de los sacrificios. Vió en la crucifixión el tipo, que se había encontrado con la realidad simbolizada; que Jesús había cumplido las profecías del Antiguo Testamento concernientes al Redentor de Israel. 

En el relato de la conversión de Saulo se nos dan importantes principios que deberíamos tener siempre presentes. Saulo fué puesto directamente en presencia de Cristo. Era uno a quien Cristo había destinado a una obra importantísima, uno que había de ser “instrumento escogido;” sin embargo, el Señor no le habló ni una sola vez de la obra que le había señalado. Lo detuvo en su carrera y lo convenció de pecado; pero cuando Saulo preguntó: “¿Qué quieres que haga?” el Salvador colocó al inquiridor judío en relación con su iglesia, para que conociera allí la voluntad de Dios concerniente a él. 

La maravillosa luz que iluminó las tinieblas de Saulo era obra del Señor; pero había también una obra que tenían que hacer por él los discípulos. Cristo realizó la obra de revelación y convicción; y ahora el penitente estaba en condición de aprender de aquellos a quienes Dios ordenó para que enseñaran su verdad. 

Mientras Saulo continuaba solo orando y suplicando en la casa de Judas, el Señor le apareció en visión a “un discípulo en Damasco llamado Ananías,” y le dijo que Saulo de Tarso estaba orando y que necesitaba ayuda. “Levántate, y ve a la calle que se llama la Derecha—dijo el mensajero celestial,—y busca en casa de Judas a uno llamado Saulo, de Tarso: porque he aquí, él ora; y ha visto en visión un varón llamado Ananías, que entra y le pone la mano encima, para que reciba la vista.”

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