17 de febrero de 2019
Los Hechos de los Apóstoles (Ellen G. White)
Capítulo 11
El evangelio en Samaria
Después de la muerte de Esteban, se levantó contra los creyentes de Jerusalén una persecución tan violenta que “todos fueron esparcidos por las tierras de Judea y de Samaria.” Saulo “asolaba la iglesia entrando por las casas: y trayendo hombres y mujeres, los entregaba en la cárcel.” En cuanto a su celo en esta cruel obra, él dijo ulteriormente: “Yo ciertamente había pensado deber hacer muchas cosas contra el nombre de Jesús de Nazaret: lo cual también hice en Jerusalem, y yo encerré en cárceles a muchos de los santos.... Y muchas veces, castigándolos por todas las sinagogas, los forcé a blasfemar; y enfurecido sobremanera contra ellos, los perseguí hasta en las ciudades extrañas.” Por las palabras de Saulo: “Cuando eran matados, yo di mi voto,” puede verse que Esteban no era el único que sufrió la muerte. Hechos 26:9-11.
En este tiempo de peligro, Nicodemo confesó sin temor su fe en el Salvador crucificado. Nicodemo era miembro del Sanedrín, y con otros había sido conmovido por la enseñanza de Jesús. Al presenciar las maravillosas obras de Cristo, se había apoderado de él la convicción de que ése era el enviado de Dios. Por cuanto era demasiado orgulloso para reconocer abiertamente su simpatía por el Maestro galileo, había procurado tener una entrevista secreta. En esa entrevista, Jesús le había expuesto el plan de la salvación y su misión en el mundo; sin embargo Nicodemo había seguido vacilante. Ocultó la verdad en su corazón, y por tres años hubo poco fruto aparente. Pero aunque Nicodemo no había reconocido públicamente a Cristo, repetidas veces había desbaratado en el Sanedrín las maquinaciones de los sacerdotes de destruirlo. Cuando al fin Cristo fué crucificado, Nicodemo recordó las palabras que le había hablado en la entrevista nocturna en el Monte de las Olivas: “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado” (Juan 3:14); y vió en Jesús al Redentor del mundo.
En compañía de José de Arimatea, Nicodemo había sufragado los gastos de la sepultura de Jesús. Los discípulos habían temido mostrarse abiertamente como seguidores de Cristo, pero Nicodemo y José habían acudido osadamente en su auxilio. La ayuda de estos hombres ricos y honrados era grandemente necesaria en esta hora de tinieblas. Ellos habían podido hacer por su Señor muerto lo que hubiera sido imposible para los pobres discípulos; y su riqueza e influencia los habían protegido, en gran medida, de la malicia de los sacerdotes y gobernantes.
Cuando los judíos trataron de destruir la naciente iglesia, Nicodemo salió en su defensa. Libre ya de la cautela y dudas anteriores, estimuló la fe de los discípulos y empleó su riqueza en ayudar a sostener la iglesia de Jerusalén, y en llevar adelante la obra del Evangelio. Aquellos que en otros días le habían rendido homenaje, ahora le despreciaban y perseguían; y llegó a ser pobre en los bienes de este mundo; no obstante, no vaciló en la defensa de su fe.
La persecución que sobrevino a la iglesia de Jerusalén dió gran impulso a la obra del Evangelio. El éxito había acompañado la ministración de la palabra en ese lugar, y había peligro de que los discípulos permanecieran demasiado tiempo allí, desatendiendo la comisión del Salvador de ir a todo el mundo. Olvidando que la fuerza para resistir al mal se obtiene mejor mediante el servicio agresivo, comenzaron a pensar que no tenían ninguna obra tan importante como la de proteger a la iglesia de Jerusalén de los ataques del enemigo. En vez de enseñar a los nuevos conversos a llevar el Evangelio a aquellos que no lo habían oído, corrían el peligro de adoptar una actitud que indujera a todos a sentirse satisfechos con lo que habían realizado. Para dispersar a sus representantes, donde pudieran trabajar para otros, Dios permitió que fueran perseguidos. Ahuyentados de Jerusalén, los creyentes “iban por todas partes anunciando la palabra.”
Entre aquellos a quienes el Salvador había dado la comisión: “Id, y doctrinad a todos los Gentiles” (Mateo 28:19), se contaban muchos de clase social humilde, hombres y mujeres que habían aprendido a amar a su Señor, y resuelto seguir su ejemplo de abnegado servicio. A estos humildes hermanos, así como a los discípulos que estuvieron con el Salvador durante su ministerio terrenal, se les había entregado un precioso cometido. Debían proclamar al mundo la alegre nueva de la salvación por Cristo.
Al ser esparcidos por la persecución, salieron llenos de celo misionero. Comprendían la responsabilidad de su misión. Sabían que en sus manos llevaban el pan de vida para un mundo famélico; y el amor de Cristo los movía a compartir este pan con todos los necesitados. El Señor obró por medio de ellos. Doquiera iban, sanaban los enfermos y los pobres oían la predicación del Evangelio.
El evangelio en Samaria
Después de la muerte de Esteban, se levantó contra los creyentes de Jerusalén una persecución tan violenta que “todos fueron esparcidos por las tierras de Judea y de Samaria.” Saulo “asolaba la iglesia entrando por las casas: y trayendo hombres y mujeres, los entregaba en la cárcel.” En cuanto a su celo en esta cruel obra, él dijo ulteriormente: “Yo ciertamente había pensado deber hacer muchas cosas contra el nombre de Jesús de Nazaret: lo cual también hice en Jerusalem, y yo encerré en cárceles a muchos de los santos.... Y muchas veces, castigándolos por todas las sinagogas, los forcé a blasfemar; y enfurecido sobremanera contra ellos, los perseguí hasta en las ciudades extrañas.” Por las palabras de Saulo: “Cuando eran matados, yo di mi voto,” puede verse que Esteban no era el único que sufrió la muerte. Hechos 26:9-11.
En este tiempo de peligro, Nicodemo confesó sin temor su fe en el Salvador crucificado. Nicodemo era miembro del Sanedrín, y con otros había sido conmovido por la enseñanza de Jesús. Al presenciar las maravillosas obras de Cristo, se había apoderado de él la convicción de que ése era el enviado de Dios. Por cuanto era demasiado orgulloso para reconocer abiertamente su simpatía por el Maestro galileo, había procurado tener una entrevista secreta. En esa entrevista, Jesús le había expuesto el plan de la salvación y su misión en el mundo; sin embargo Nicodemo había seguido vacilante. Ocultó la verdad en su corazón, y por tres años hubo poco fruto aparente. Pero aunque Nicodemo no había reconocido públicamente a Cristo, repetidas veces había desbaratado en el Sanedrín las maquinaciones de los sacerdotes de destruirlo. Cuando al fin Cristo fué crucificado, Nicodemo recordó las palabras que le había hablado en la entrevista nocturna en el Monte de las Olivas: “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado” (Juan 3:14); y vió en Jesús al Redentor del mundo.
En compañía de José de Arimatea, Nicodemo había sufragado los gastos de la sepultura de Jesús. Los discípulos habían temido mostrarse abiertamente como seguidores de Cristo, pero Nicodemo y José habían acudido osadamente en su auxilio. La ayuda de estos hombres ricos y honrados era grandemente necesaria en esta hora de tinieblas. Ellos habían podido hacer por su Señor muerto lo que hubiera sido imposible para los pobres discípulos; y su riqueza e influencia los habían protegido, en gran medida, de la malicia de los sacerdotes y gobernantes.
Cuando los judíos trataron de destruir la naciente iglesia, Nicodemo salió en su defensa. Libre ya de la cautela y dudas anteriores, estimuló la fe de los discípulos y empleó su riqueza en ayudar a sostener la iglesia de Jerusalén, y en llevar adelante la obra del Evangelio. Aquellos que en otros días le habían rendido homenaje, ahora le despreciaban y perseguían; y llegó a ser pobre en los bienes de este mundo; no obstante, no vaciló en la defensa de su fe.
La persecución que sobrevino a la iglesia de Jerusalén dió gran impulso a la obra del Evangelio. El éxito había acompañado la ministración de la palabra en ese lugar, y había peligro de que los discípulos permanecieran demasiado tiempo allí, desatendiendo la comisión del Salvador de ir a todo el mundo. Olvidando que la fuerza para resistir al mal se obtiene mejor mediante el servicio agresivo, comenzaron a pensar que no tenían ninguna obra tan importante como la de proteger a la iglesia de Jerusalén de los ataques del enemigo. En vez de enseñar a los nuevos conversos a llevar el Evangelio a aquellos que no lo habían oído, corrían el peligro de adoptar una actitud que indujera a todos a sentirse satisfechos con lo que habían realizado. Para dispersar a sus representantes, donde pudieran trabajar para otros, Dios permitió que fueran perseguidos. Ahuyentados de Jerusalén, los creyentes “iban por todas partes anunciando la palabra.”
Entre aquellos a quienes el Salvador había dado la comisión: “Id, y doctrinad a todos los Gentiles” (Mateo 28:19), se contaban muchos de clase social humilde, hombres y mujeres que habían aprendido a amar a su Señor, y resuelto seguir su ejemplo de abnegado servicio. A estos humildes hermanos, así como a los discípulos que estuvieron con el Salvador durante su ministerio terrenal, se les había entregado un precioso cometido. Debían proclamar al mundo la alegre nueva de la salvación por Cristo.
Al ser esparcidos por la persecución, salieron llenos de celo misionero. Comprendían la responsabilidad de su misión. Sabían que en sus manos llevaban el pan de vida para un mundo famélico; y el amor de Cristo los movía a compartir este pan con todos los necesitados. El Señor obró por medio de ellos. Doquiera iban, sanaban los enfermos y los pobres oían la predicación del Evangelio.
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