20 de febrero de 2019
Los Hechos de los Apóstoles (Ellen G. White)
Capítulo 12
De perseguidor a discípulo
De perseguidor a discípulo
Saulo de Tarso sobresalía entre los dignatarios judíos que se habían excitado por el éxito de la proclamación del Evangelio. Aunque ciudadano romano por nacimiento, era Saulo de linaje judío, y había sido educado en Jerusalén por los más eminentes rabinos. Era Saulo “del linaje de Israel, de la tribu de Benjamín, Hebreo de Hebreos; cuanto a la ley, Fariseo; cuanto al celo, perseguidor de la iglesia; cuanto a la justicia que es en la ley, irreprensible.” Filipenses 3:5, 6. Los rabinos lo consideraban como un joven muy promisorio, y acariciaban grandes esperanzas respecto a él como capaz y celoso defensor de la antigua fe. Su elevación a miembro del Sanedrín lo colocó en una posición de poder.
Saulo había tomado una parte destacada en el juicio y la condena de Esteban; y las impresionantes evidencias de la presencia de Dios con el mártir le habían inducido a dudar de la justicia de la causa que defendía contra los seguidores de Jesús. Su mente estaba profundamente impresionada. En su perplejidad, se dirigió a aquellos en cuya sabiduría y juicio tenía plena confianza. Los argumentos de los sacerdotes y príncipes lo convencieron finalmente de que Esteban era un blasfemo, de que el Cristo a quien el discípulo martirizado había predicado era un impostor, y de que los que desempeñaban cargos sagrados tenían razón.
No llegó Saulo sin luchas graves a esta conclusión. Pero al fin, su educación y sus prejuicios, su respeto por sus antiguos maestros y el orgullo motivado por su popularidad, le fortalecieron para rebelarse contra la voz de la conciencia y la gracia de Dios. Y habiendo decidido plenamente que los sacerdotes y escribas tenían razón, Saulo se volvió acérrimo en su oposición a las doctrinas enseñadas por los discípulos de Jesús. La actividad de Saulo en lograr que los santos hombres y mujeres fueran arrastrados a los tribunales, donde los condenaban a la cárcel y aun a la muerte, por el solo hecho de creer en Jesús, llenó de tristeza y lobreguez a la recién organizada iglesia, e indujo a muchos a buscar seguridad en la huída.
Los que fueron arrojados de Jerusalén por esta persecución “iban por todas partes anunciando la palabra.” Hechos 8:4. Una de las ciudades donde se refugiaron fué Damasco, donde la nueva fe ganó muchos conversos.
Los sacerdotes y magistrados esperaban que con vigilante esfuerzo y acerba persecución podría extirparse la herejía. Por entonces creyeron necesario extender a otros lugares las resueltas medidas tomadas en Jerusalén contra las nuevas enseñanzas. Para esta labor especial, que deseaban realizar en Damasco, ofreció Saulo sus servicios. “Respirando aún amenazas y muerte contra los discípulos del Señor, vino al príncipe de los sacerdotes, y demandó de él letras para Damasco a las sinagogas, para que si hallase algunos hombres o mujeres de esta secta, los trajese presos a Jerusalem.” Así, “con potestad y comisión de los príncipes de los sacerdotes” (Hechos 26:12), Saulo de Tarso, en la fuerza de su edad viril e inflamado de un celo equivocado, emprendió el memorable viaje en que iba a ocurrirle el singular suceso que cambiaría por completo el curso de su vida.
El último día del viaje, “en mitad del día,” los fatigados caminantes, al acercarse a Damasco, vieron las amplias extensiones de tierra fértil, los hermosos jardines y los fructíferos huertos, regados por las frescas corrientes de las montañas circundantes. Después del largo viaje a través de desolados desiertos, tales escenas eran en verdad refrigerantes. Mientras Saulo con sus compañeros contemplaban con admiración la fértil llanura y la hermosa ciudad que se hallaba abajo, “súbitamente” vieron una luz del cielo, “la cual—según él declaró después—me rodeó y a los que iban conmigo;” “una luz del cielo que sobrepujaba el resplandor del sol” (Hechos 26:13, 14), demasiado esplendente para que la soportaran ojos humanos. Ofuscado y aturdido, cayó Saulo postrado en tierra.
Mientras la luz brillaba en derredor de ellos, Saulo oyó “una voz que le decía” “en lengua hebraica”: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Y él dijo: ¿Quién eres, Señor? Y él dijo: Yo soy Jesús a quien tú persigues: dura cosa te es dar coces contra el aguijón.”
Temerosos y casi cegados por la intensidad de la luz, los compañeros de Saulo oían la voz, pero no veían a nadie. Sin embargo, Saulo comprendió lo que se le decía, y se le reveló claramente que quien hablaba era el Hijo de Dios. En el glorioso Ser que estaba ante él, reconoció al Crucificado. La imagen del Salvador quedó para siempre grabada en el alma del humillado judío. Las palabras oídas conmovieron su corazón con irresistible fuerza. Su mente se iluminó con un torrente de luz que esclareció la ignorancia y el error de su pasada vida, y le demostró la necesidad que tenía de la iluminación del Espíritu Santo.
Saulo vió ahora que al perseguir a los seguidores de Jesús, había estado en realidad haciendo la obra de Satanás. Vió que sus convicciones de lo recto y de su propio deber se habían basado mayormente en su implícita confianza en los sacerdotes y los magistrados. Les había creído cuando le dijeron que el relato de la resurrección era una ingeniosa creación de los discípulos. Cuando Jesús mismo se reveló, Saulo se convenció de la veracidad de las aseveraciones de los discípulos.
Comentarios
Publicar un comentario