02 de agosto de 2019

Capítulo 49—La última carta de Pablo


Odiar y reprender el pecado y al mismo tiempo mostrar misericordia y ternura por el pecador, es tarea difícil. Cuanto más fervoroso sea nuestro esfuerzo para obtener santidad de vida y corazón, tanto más perspicaz será nuestra percepción del pecado y más decidida nuestra desaprobación por cualquier desviación de lo recto. Debemos cuidarnos contra una severidad excesiva hacia los que obran mal, pero igualmente de no perder de vista la excesiva gravedad del pecado. Hay necesidad de mirar al pecador con paciencia y amor cristianos; pero existe también el peligro de mostrar una tolerancia tan grande por su error que le haga considerarse inmerecedor de la reprensión, y rechazarla como innecesaria e injusta.

A veces los ministros del Evangelio causan mucho daño al permitir que su indulgencia para con los que yerran degenere en tolerancia de pecados y hasta en su participación. De ese modo son llevados a mitigar y excusar lo que Dios condena; y después de algún tiempo, llegan a estar tan cegados que elogian a los mismos que Dios les ordenó reprender. El que embotó sus percepciones espirituales por una tolerancia pecaminosa hacia aquellos a quienes Dios condena, no tardará en cometer un pecado mayor por su severidad y dureza para con aquellos a quienes Dios aprueba.

Mediante el orgullo de la sabiduría humana, el desprecio hacia la influencia del Espíritu Santo y la aversión a las verdades de la Palabra de Dios, muchos que profesan ser cristianos, y que se sienten competentes para enseñar a otros, serán inducidos a abandonar los requerimientos de Dios. Pablo declaró a Timoteo: “Porque vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina; antes, teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus concupiscencias, y apartarán la verdad del oído, y se volverán a las fábulas.”

El apóstol no se refiere aquí a la oposición de los abiertamente irreligiosos, sino a los profesos cristianos que han hecho de sus tendencias su guía y que así han sido esclavizados por el yo. Los tales están deseosos de oír solamente las doctrinas que no reprenden sus pecados o condenan su placentero curso de acción. Se ofenden por las sencillas palabras de los fieles siervos de Cristo, y escogen a los maestros que los alaban y lisonjean. Y entre los profesos ministros de Cristo están los que predican las opiniones de los hombres, en vez de la Palabra de Dios. Infieles a su cometido, desvían a los que buscan en ellos la dirección espiritual.

En los preceptos de su santa ley, Dios ha dado una perfecta norma de vida; y ha declarado que hasta el fin del tiempo esa ley, sin sufrir cambio en una sola jota o tilde, mantendrá sus demandas sobre los seres humanos. Cristo vino para magnificar la ley y hacerla honorable. Mostró que está basada sobre el anchuroso fundamento del amor a Dios y a los hombres, y que la obediencia a sus preceptos comprende todos los deberes del hombre. En su propia vida, Cristo dió un ejemplo de obediencia a la ley de Dios. En el sermón del monte mostró cómo sus requerimientos se extienden más allá de sus acciones externas y abarca los pensamientos e intentos del corazón.

La ley, obedecida, guía a los hombres a renunciar “a la impiedad y a los deseos mundanos” y a vivir “en este siglo templada, y justa, y píamente.” Tito 2:12. Pero el enemigo de toda justicia ha cautivado al mundo y ha arrastrado a la humanidad a desobedecerla. Como Pablo lo anticipó, multitudes han abandonado las claras y penetrantes verdades de la Palabra de Dios, y se han elegido maestros que les presentan las fábulas que ellos desean. Entre nuestros ministros y creyentes hay muchos que están hollando bajo sus pies los mandamientos de Dios. Así es insultado el Creador del mundo, y Satanás se ríe triunfalmente al ver el éxito que obtienen sus estratagemas.

Comentarios