19 de agosto de 2019

Capítulo 54—Un testigo fiel


El mayor peligro de la iglesia de Cristo no es la oposición del mundo. Es el mal acariciado en los corazones de los creyentes lo que produce el más grave desastre, y lo que, seguramente, más retardará el progreso de la causa de Dios. No hay forma más segura para destruir la espiritualidad que abrigar envidia, sospecha, crítica o malicia. Por otro lado, el testimonio más fuerte de que Dios ha enviado a su Hijo al mundo, es la armonía y unión entre hombres de distintos caracteres que forman su iglesia. El privilegio de los seguidores de Cristo es dar ese testimonio. Pero para poder hacerlo, deben colocarse bajo las órdenes de Cristo. Sus caracteres deben conformarse a su carácter, y sus voluntades a la suya.

“Un mandamiento nuevo os doy—dijo Cristo:—Que os améis unos a otros: como os he amado, que también os améis los unos a los otros.” Juan 13:34. ¡Qué maravillosa declaración! Pero, ¡cuán poco se la práctica! Hoy día en la iglesia de Dios, el amor fraternal falta, desgraciadamente. Muchos que profesan amar al Salvador, no se aman unos a otros. Los incrédulos observan para ver si la fe de los profesos cristianos ejerce una influencia santificadora sobre sus vidas; y son prestos para discernir los defectos del carácter y las acciones inconsecuentes. No permitan los cristianos que le sea posible al enemigo señalarlos diciendo: Mirad cómo esas personas, que se hallan bajo la bandera de Cristo, se odian unas a otras. Todos los cristianos son miembros de una familia, hijos del mismo Padre celestial, con la misma esperanza bienaventurada de la inmortalidad. Muy estrecho y tierno debe ser el vínculo que los une.

El amor divino dirige sus más conmovedores llamamientos al corazón cuando nos pide que manifestemos la misma tierna compasión que Cristo mostró. Solamente el hombre que tiene un amor desinteresado por su hermano, ama verdaderamente a Dios. El verdadero cristiano no permitirá voluntariamente que un alma en peligro y necesidad camine desprevenida y desamparada. No podrá mantenerse apartado del que yerra, dejando que se hunda en la tristeza y desánimo, o que caiga en el campo de batalla de Satanás.

Los que nunca experimentaron el tierno y persuasivo amor de Cristo, no pueden guiar a otros a la fuente de la vida. Su amor en el corazón es un poder compelente, que induce a los hombres a revelarlo en su conversación, por un espíritu tierno y compasivo, y en la elevación de las vidas de aquellos con quienes se asocian. Los obreros cristianos que tienen éxito en sus esfuerzos deben conocer a Cristo, y a fin de conocerle, deben conocer su amor. En el cielo se mide su idoneidad como obreros por su capacidad de amar como Cristo amó y trabajar como él trabajó.

“No amemos de palabra,” escribe el apóstol, “sino de obra y en verdad.” La perfección del carácter cristiano se obtiene cuando el impulso de ayudar y beneficiar a otros brota constantemente de su interior. Cuando una atmósfera de tal amor rodea el alma del creyente, produce un sabor de vida para vida, y permite que Dios bendiga su trabajo.

Un amor supremo hacia Dios y un amor abnegado hacia nuestros semejantes, es el mejor don que nuestro Padre celestial puede conferirnos. Tal amor no es un impulso, sino un principio divino, un poder permanente. El corazón que no ha sido santificado no puede originarlo ni producirlo. Únicamente se encuentra en el corazón en el cual reina Cristo. “Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero.” En el corazón que ha sido renovado por la gracia divina, el amor es el principio dominante de acción. Modifica el carácter, gobierna los impulsos, controla las pasiones, y ennoblece los afectos. Ese amor, cuando uno lo alberga en el alma, endulza la vida, y esparce una influencia ennoblecedora en su derredor.

Juan se esforzó por hacer comprender a los creyentes los eminentes privilegios que podían obtener por el ejercicio del espíritu de amor. Cuando ese poder redentor llenara el corazón, dirigiría cualquier otro impulso y colocaría a sus poseedores por encima de las influencias corruptoras del mundo. Y a medida que este amor llegara a dominar completamente y a ser la fuerza motriz de la vida, su fe y confianza en Dios y en el trato del Padre para con ellos serían completas. Podrían llegar a él con plena certidumbre y fe, sabiendo que el Señor supliría cada necesidad para su bienestar presente y eterno. “En esto es perfecto el amor con nosotros—escribió,—para que tengamos confianza en el día del juicio; pues como él es, así somos nosotros en este mundo. En amor no hay temor; mas el perfecto amor echa fuera el temor.” “Y ésta es la confianza que tenemos en él, que si demandáremos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye. Y si sabemos que él nos oye, ... sabemos que tenemos las peticiones que le hubiéremos demandado.”

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