28 de junio de 2019
Capítulo 38—La prisión de Pablo
Los conspiradores “se fueron a los príncipes de los sacerdotes y a los ancianos, y dijeron: Nosotros hemos hecho voto debajo de maldición, que no hemos de gustar nada hasta que hayamos muerto a Pablo. Ahora pues, vosotros, con el concilio, requerid al tribuno que le saque mañana a vosotros como que queréis entender de él alguna cosa más cierta; y nosotros, antes que él llegue, estaremos aparejados para matarle.”
En lugar de rechazar esta cruel estratagema, los sacerdotes y gobernantes la aprobaron ansiosos. Pablo había dicho la verdad al comparar a Ananías con un sepulcro blanqueado.
Pero Dios intervino para salvar la vida de su siervo. Un hijo de la hermana de Pablo, al oír el crimen que tramaban los asesinos, “entró en la fortaleza, y dió aviso a Pablo. Y Pablo, llamando a uno de los centuriones, dice: Lleva a este mancebo al tribuno, porque tiene cierto aviso que darle. El entonces tomándole, le llevó al tribuno, y dijo: El preso Pablo, llamándome, me rogó que trajese a ti este mancebo que tiene algo que hablarte.”
Claudio Lisias recibió bondadosamente al joven, y llevándole aparte, le preguntó: “¿Qué es lo que tienes que decirme?” El joven respondió: “Los Judíos han concertado rogarte que mañana saques a Pablo al concilio, como que han de inquirir de él alguna cosa más cierta. Mas tú no los creas; porque más de cuarenta hombres de ellos le acechan, los cuales han hecho voto debajo de maldición, de no comer ni beber hasta que le hayan muerto; y ahora están apercibidos esperando tu promesa. Entonces el tribuno despidió al mancebo, mandándole que a nadie dijese que le había dado aviso de esto.”
Lisias decidió en seguida trasladar a Pablo de su jurisdicción a la de Félix, el procurador. Como pueblo, los judíos estaban en un estado de excitación e irritación, y los tumultos ocurrían con frecuencia. La continua presencia del apóstol en Jerusalén podía conducir a consecuencias peligrosas para la ciudad, y aun para el mismo comandante. Por lo tanto, “llamados dos centuriones, mandó que apercibiesen para la hora tercia de la noche doscientos soldados, que fuesen hasta Cesarea, y setenta de a caballo, y doscientos lanceros; y que aparejasen cabalgaduras en que poniendo a Pablo, le llevasen en salvo a Félix el Presidente.”
No había tiempo que perder antes de enviar a Pablo. “Y los soldados, tomando a Pablo como les era mandado, lleváronle de noche a Antipatris.” Desde ese lugar los hombres de a caballo fueron con el preso hasta Cesarea, mientras los cuatrocientos infantes regresaron a Jerusalén.
El oficial que estaba a cargo del destacamento entregó su preso a Félix, y le presentó también una carta que el tribuno le había confiado:
“Claudio Lisias al excelentísimo gobernador Félix: Salud. A este hombre, aprehendido de los Judíos, y que iban ellos a matar, libré yo acudiendo con la tropa, habiendo entendido que era Romano. Y queriendo saber la causa por qué le acusaban, le llevé al concilio de ellos: y hallé que le acusaban de cuestiones de la ley de ellos, y que ningún crimen tenía digno de muerte o de prisión. Mas siéndome dado aviso de asechanzas que le habían aparejado los Judíos, luego al punto le he enviado a ti, intimando también a los acusadores que traten delante de ti lo que tienen contra él. Pásalo bien.”
Después de leer esta comunicación, Felix preguntó de qué provincia era el preso, y al informársele de que era de Cilicia, dijo: “Te oiré ... cuando vengan tus acusadores. Y mandó que le guardasen en el pretorio de Herodes.”
El caso de Pablo no fué el primero en que un siervo de Dios encontrara entre los paganos un refugio contra la maldad del pueblo profeso de Jehová. Impulsados por su ira contra Pablo, los judíos habían añadido otro crimen a la sombría lista que caracterizaba su historia. Además, habían endurecido su corazón contra la verdad y hecho más segura su condena.
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