18 de julio de 2019

Capítulo 43—En Roma


Pablo propuso voluntariamente tomar a su cargo la deuda de Onésimo para que el culpable pudiera ser librado del oprobio de un castigo y pudiera gozar nuevamente los privilegios que había perdido. “Si pues me tienes a mí por compañero—escribió a Filemón,—recíbele como a mí mismo. Pero si te ha perjudicado en algo, o te debe algo, apúntalo a mi cuenta: yo Pablo lo he escrito con mi propia mano; yo te lo volveré a pagar.”

¡Qué adecuada ilustración del amor de Cristo hacia el pecador arrepentido! El siervo que había defraudado a su amo no tenía nada con que hacer la restitución. El pecador que ha robado a Dios años de servicio, no tiene medios para cancelar su deuda. Jesús se interpone entre el pecador y Dios, diciendo: Yo pagaré la deuda. Perdona al pecador; yo sufriré en su lugar.

Después de ofrecerse como pagador de la deuda de Onésimo, Pablo recordó a Filemón cuán grande era su deuda hacia el apóstol. Le debía su propio ser, siendo que Dios había usado a Pablo como instrumento para su conversión. Entonces, en un tierno y fervoroso pedido, imploró a Filemón que así como por su liberalidad había refrigerado a los santos, refrescara el espíritu del apóstol concediéndole este motivo de regocijo. “Teniendo yo confianza en tu obediencia—agregó,—te he escrito, conociendo que tú harás aun más de lo que te digo.” (Filem. 21.)

La carta de Pablo a Filemón muestra la influencia del Evangelio en las relaciones entre amos y siervos. La esclavitud era una institución establecida en todo el Imperio Romano, y tanto amos como esclavos se encontraban en la mayoría de las iglesias por las cuales Pablo había trabajado. En las ciudades, donde a menudo el número de esclavos era mayor que el de la población libre, se creía necesario tener leyes de terrible severidad para mantenerlos en sujeción. Muy a menudo un romano rico era dueño de cientos de esclavos, de toda clase, de toda nación y de toda capacidad. Teniendo un control completo sobre las almas y cuerpos de estos desvalidos siervos, podía infligirles cualquier sufrimiento que escogiera. Si alguno de ellos en su propia defensa se aventuraba a levantar su mano contra su amo, toda la familia del ofensor podía ser sacrificada despiadadamente. La menor equivocación, accidente o falta de cuidado se castigaba generalmente sin misericordia.

Algunos amos, más humanitarios que otros, mostraban mayor indulgencia para con sus siervos; pero la gran mayoría de los ricos y nobles daban rienda suelta a sus excesivas concupiscencias, pasiones y apetitos, haciendo de sus esclavos las desdichadas víctimas de sus caprichos y tiranía. La tendencia de todo el sistema era sobremanera degradante.

No era la obra del apóstol trastornar arbitraria o repentinamente el orden establecido en la sociedad. Intentar eso hubiera impedido el éxito del Evangelio. Pero enseñó principios que herían el mismo fundamento de la esclavitud, los cuales, llevados a efecto, seguramente minarían todo el sistema. Donde estuviere “el Espíritu del Señor, allí hay libertad” (2 Corintios 3:17), declaró. Una vez convertido, el esclavo llegaba a ser miembro del cuerpo de Cristo, y como tal debía ser amado y tratado como un hermano, un coheredero con su amo de las bendiciones de Dios y de los privilegios del Evangelio. Por otra parte, los siervos debían cumplir sus deberes, “no sirviendo al ojo, como los que procuran agradar a los hombres, sino antes, como siervos de Cristo, haciendo de corazón la voluntad de Dios.” Efesios 6:6 (VM).

El cristianismo forma un fuerte lazo de unión entre el amo y el esclavo, el rey y el súbdito, el ministro del Evangelio y el pecador caído que ha hallado en Cristo purificación del pecado. Han sido lavados en la misma sangre, vivificados por el mismo Espíritu; y son hechos uno en Cristo Jesús.

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