27 de junio de 2019

Capítulo 38—La prisión de Pablo

“Entonces Pablo, sabiendo que la una parte era de Saduceos, y la otra de Fariseos, clamó en el concilio: Varones hermanos, yo soy Fariseo, hijo de Fariseo: de la esperanza y de la resurrección de los muertos soy yo juzgado. Y como hubo dicho esto, fué hecha disensión entre los Fariseos y los Saduceos; y la multitud fué dividida. Porque los Saduceos dicen que no hay resurrección, ni ángel, ni espíritu, mas los Fariseos confiesan ambas cosas.” Los dos partidos empezaron a disputar entre sí; y de este modo se quebrantó su oposición contra Pablo. “Los escribas de la parte de los Fariseos, contendían diciendo: Ningún mal hallamos en este hombre; que si espíritu le ha hablado, o ángel, no resistamos a Dios.”

En la confusión que siguió a esto, los saduceos se esforzaban en apoderarse del apóstol para matarlo, y los fariseos luchaban con todo ardor por protegerlo. “El tribuno, teniendo temor de que Pablo fuese despedazado de ellos, mandó venir soldados, y arrebatarle de en medio de ellos, y llevarle a la fortaleza.”

Después, reflexionando sobre las arduas experiencias de aquel día, receló Pablo de que su conducta no hubiese sido agradable a Dios. ¿Acaso se había equivocado al visitar a Jerusalén? ¿Le había conducido a este desastroso resultado su gran deseo de estar en armonía con sus hermanos?

La posición que los judíos como profeso pueblo de Dios ocupaban ante el mundo incrédulo, causaba al apóstol intensa angustia de espíritu. ¿Cómo los considerarían estos oficiales paganos? Pretendían ser adoradores de Jehová y ocupar oficios sagrados, y sin embargo se entregaban al dominio de una ira ciega e irrazonable, tratando de destruir aun a sus hermanos que se atrevían a diferir de ellos en fe religiosa, y convirtieron a su más solemne consejo deliberante en una escena de lucha y salvaje confusión. Pablo sentía que el nombre de su Dios había sido injuriado a la vista de los paganos.

Y ahora estaba en la cárcel, y sabía que sus enemigos, impulsados por su extrema maldad, recurrirían a cualquier medio para matarlo. ¿Podía ser que hubiera terminado su obra por las iglesias, y que entrarían ahora en ellas lobos rapaces? La causa de Cristo estaba muy cerca del corazón de Pablo, y con profunda ansiedad pensaba en los peligros de las diseminadas iglesias, expuestas a las persecuciones de hombres tales como los que había encontrado en el concilio del Sanedrín. Angustiado y descorazonado, lloró y oró.

En aquella hora tenebrosa el Señor no olvidó a su siervo. Le había librado de las turbas asesinas en los atrios del templo. Estuvo con él ante el concilio del Sanedrín. Estaba con él en la fortaleza; y se reveló a su fiel testigo en respuesta a las fervorosas oraciones en procura de dirección. “Y la noche siguiente, presentándosele el Señor, le dijo: Confía, Pablo; que como has testificado de mí en Jerusalem, así es menester testifiques también en Roma.”

Pablo deseaba desde hacía mucho tiempo visitar a Roma. Anhelaba grandemente testificar por Cristo allí; pero pensaba que la enemistad de los judíos había frustrado su propósito. Poco se figuraba, aun ahora, que iría en calidad de preso.

Mientras el Señor animaba a su siervo, los enemigos de Pablo tramaban afanosamente su destrucción. “Y venido el día, algunos de los Judíos se juntaron, e hicieron voto bajo de maldición, diciendo que ni comerían ni beberían hasta que hubiesen muerto a Pablo. Y eran más de cuarenta los que habían hecho esta conjuración.” Este era un ayuno como el que el Señor, por medio de Isaías, había condenado: “Para contiendas y debates ayunáis, y para herir con el puño inicuamente.” Isaías 58:4.

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