27 de agosto de 2019
Capítulo 56—Patmos
Nuevamente la mano de la persecución cayó pesadamente sobre el apóstol. Por decreto del emperador, fué desterrado a la isla de Patmos, condenado “por la palabra de Dios y el testimonio de Jesucristo.” Apocalipsis 1:9. Sus enemigos pensaron que allí no se haría sentir más su influencia, y que finalmente moriría de penurias y angustia.
Patmos, una isla árida y rocosa del mar Egeo, había sido escogida por las autoridades romanas para desterrar allí a los criminales; pero para el siervo de Dios esa lóbrega residencia llegó a ser la puerta del cielo. Allí, alejado de las bulliciosas actividades de la vida, y de sus intensas labores de años anteriores, disfrutó de la compañía de Dios, de Cristo y de los ángeles del cielo, y de ellos recibió instrucciones para guiar a la iglesia de todo tiempo futuro. Le fueron bosquejados los acontecimientos que se verificarían en las últimas escenas de la historia del mundo; y allí escribió las visiones que recibió de Dios. Cuando su voz no pudiera testificar más de Aquel a quien amó y sirvió, los mensajes que se le dieron en aquella costa estéril iban a alumbrar como una lámpara encendida, anunciando el seguro propósito del Señor acerca de cada nación de la tierra.
Entre los riscos y rocas de Patmos, Juan mantuvo comunión con su Hacedor. Repasó su vida pasada, y, al pensar en las bendiciones que había recibido, la paz llenó su corazón. Había vivido la vida de un cristiano, y podía decir con fe: “Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida.” 1 Juan 3:14. No así el emperador que le había desterrado. Este podía mirar hacia atrás y ver únicamente campos de batalla y matanza, hogares desolados, viudas y huérfanos llorando: el fruto de su ambicioso deseo de preeminencia.
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