25 de junio de 2019
Capítulo 38—La prisión de Pablo
Muchos de los judíos que habían aceptado el Evangelio tenían todavía en alta estima la ley ceremonial, y estaban muy dispuestos a hacer concesiones imprudentes, esperando ganar así la confianza de sus compatriotas, quitar su prejuicio y ganarlos a la fe de Cristo como Redentor del mundo. Pablo comprendía que mientras muchos de los miembros dirigentes de la iglesia de Jerusalén continuaran abrigando prejuicios contra él, tratarían constantemente de contrarrestar su influencia. Tenía la impresión de que si por alguna concesión razonable pudiera ganarlos a la verdad, podría quitar un gran obstáculo para el éxito del Evangelio en otros lugares. Pero no estaba autorizado por Dios para concederles tanto como ellos pedían.
Cuando pensamos en el gran deseo que tenía Pablo de estar en armonía con sus hermanos, en su ternura por los débiles en la fe, en su reverencia por los apóstoles que habían estado con Cristo, y hacia Santiago, el hermano del Señor, y en su propósito de llegar a ser todo para todos, siempre que esto no le obligara a sacrificar sus principios, no nos sorprende tanto que se sintiese constreñido a desviarse del curso firme y decidido que hasta entonces había seguido. Pero en vez de lograr el propósito deseado, sus esfuerzos de conciliación sólo precipitaron la crisis, apresuraron sus predichos sufrimientos, y le separaron de sus hermanos, de modo que la iglesia quedó privada de uno de sus más fuertes pilares, y los corazones cristianos de todas partes se llenaron de tristeza.
Al día siguiente Pablo empezó a llevar a cabo los consejos de los ancianos. Los cuatro hombres que estaban bajo el voto del nazareato, cuyo término estaba a punto de expirar, fueron introducidos por Pablo en el templo, “para anunciar el cumplimiento de los días de la purificación, hasta ser ofrecida ofrenda por cada uno de ellos.” Debían ofrecerse aún por la purificación ciertos sacrificios costosos.
Aquellos que habían aconsejado a Pablo que tomara esta medida no habían considerado plenamente el gran peligro al cual se expondría así. Por entonces Jerusalén estaba llena de adoradores procedentes de muchos países. Cuando, en cumplimiento de la comisión que Dios le diera, Pablo había llevado el Evangelio a los gentiles, había visitado muchas de las mayores ciudades del mundo, y era bien conocido por miles que desde regiones extranjeras habían acudido a Jerusalén para asistir a las fiestas. Entre éstos había hombres cuyos corazones estaban llenos de verdadero odio contra Pablo; y para él, entrar en el templo en una ocasión pública era poner en peligro su vida. Por varios días entró y salió entre los adoradores al parecer sin ser notado; pero antes que terminara el período especificado, mientras hablaba con un sacerdote concerniente a los sacrificios que debían ofrecerse, fué reconocido por algunos judíos de Asia.
Estos se precipitaron sobre él con furia demoníaca gritando: “Varones Israelitas, ayudad: Este es el hombre que por todas partes enseña a todos contra el pueblo, y la ley, y este lugar.” Y cuando el pueblo acudió a prestar ayuda, agravaron la acusación, diciendo: “Y además de esto ha metido Gentiles en el templo, y ha contaminado este lugar santo.”
Según la ley judía, era un crimen punible de muerte el que un incircunciso penetrara en los atrios interiores del edificio sagrado. Habían visto a Pablo en la ciudad en compañía de Trófimo, de Efeso, y suponían que Pablo le había introducido en el templo. Pero no había hecho tal cosa; y como Pablo era judío, no violaba la ley al entrar en el templo. No obstante ser de todo punto falsa la acusación, sirvió para excitar los prejuicios populares. Al propalarse los gritos por los atrios del templo, la gente allí reunida fué presa de salvaje excitación. La noticia cundió rápidamente por Jerusalén, y “toda la ciudad se alborotó, y agolpóse el pueblo.”
Que un apóstata de Israel pretendiera profanar el templo precisamente cuando miles habían venido de todas partes del mundo para adorar, excitó las pasiones más fieras de la turba. “Y tomando a Pablo, hiciéronle salir fuera del templo, y luego las puertas fueron cerradas.”
“Y procurando ellos matarle, fué dado aviso al tribuno de la compañía, que toda la ciudad de Jerusalem estaba alborotada.” Claudio Lisias conocía muy bien a los levantiscos elementos con los cuales tenía que tratar, y “tomando luego soldados y centuriones, corrió a ellos. Y ellos como vieron al tribuno y a los soldados, cesaron de herir a Pablo.” Ignorante de la causa del tumulto, pero en vista de que la furia de la multitud se dirigía contra Pablo, el tribuno romano se figuró que era cierto sedicioso egipcio de quien había oído hablar, y que hasta entonces no habían logrado capturar. Por lo tanto, “le prendió, y le mandó atar con dos cadenas; y preguntó quién era y qué había hecho.” En seguida se levantaron muchas voces en clamorosa y colérica acusación; “unos gritaban una cosa, y otros otra: y como no podía entender nada de cierto a causa del alboroto, le mandó llevar a la fortaleza. Y como llegó a las gradas, aconteció que fué llevado de los soldados a causa de la violencia del pueblo; porque multitud de pueblo venía detrás, gritando: Mátale.”
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