02 de septiembre de 2019
Capítulo 57—El Apocalipsis
Al insistirse en esas doctrinas falsas y aparecer diferencias, la vista de muchos fué desviada de Jesús, como el autor y consumador de su fe. La discusión de asuntos de doctrina sin importancia, y la contemplación de agradables fábulas de invención humana, ocuparon el tiempo que debiera haberse dedicado a predicar el Evangelio. Las multitudes que podrían haberse convencido y convertido por la fiel presentación de la verdad, quedaban desprevenidas. La piedad menguaba rápidamente y Satanás parecía estar a punto de dominar a los que decían seguir a Cristo.
Fué en esa hora crítica de la historia de la iglesia cuando Juan fué sentenciado al destierro. Nunca antes había necesitado la iglesia su voz como ahora. Casi todos sus anteriores asociados en el ministerio habían sufrido el martirio. El remanente de los creyentes sufría una terrible oposición. Según todas las apariencias, no estaba distante el día cuando los enemigos de la iglesia de Cristo triunfarían.
Pero la mano del Señor se movía invisiblemente en las tinieblas. En la providencia de Dios, Juan fué colocado en un lugar donde Cristo podía darle una maravillosa revelación de sí mismo y de la verdad divina para la iluminación de las iglesias.
Los enemigos de la verdad confiaban que al mantener a Juan en el destierro, silenciarían para siempre la voz de un fiel testigo de Dios; pero en Patmos, el discípulo recibió un mensaje cuya influencia continuaría fortaleciendo a la iglesia hasta el fin del tiempo. Aunque no se libraron de la responsabilidad de su mala acción, los que desterraron a Juan llegaron a ser instrumentos en las manos de Dios para realizar los propósitos del Cielo; y el mismo esfuerzo para extinguir la luz destacó vívidamente la verdad.
Fué en un sábado cuando la gloria del Señor se manifestó al desterrado apóstol. Juan observaba el sábado tan reverentemente en Patmos como cuando predicaba al pueblo de las aldeas y ciudades de Judea. Se aplicaba las preciosas promesas que fueron dadas respecto a ese día. “Yo fuí en Espíritu en el día del Señor—escribió Juan,—y oí detrás de mí una gran voz como de trompeta, que decía: Yo soy el Alpha y Omega, el primero y el último.... Y me volví a ver la voz que hablaba conmigo: y vuelto, vi siete candeleros de oro; y en medio de los siete candeleros, uno semejante al Hijo del hombre.” Apocalipsis 1:10-13.
Fué ricamente favorecido el discípulo amado. Había visto a su Maestro en el Getsemaní con su rostro marcado con el sudor de sangre de su agonía; “tan desfigurado, era su aspecto más que el de cualquier hombre, y su forma más que la de los hijos de Adam.” Isaías 52:14 (VM). Le había visto en manos de los soldados romanos, vestido con el viejo manto purpúreo y coronado de espinas. Le había visto pendiendo de la cruz del Calvario, siendo objeto de cruel burla y abuso. Ahora se le permite contemplar una vez más a su Señor. Pero, ¡cuán distinta es su apariencia! Ya no es varón de dolores, despreciado y humillado por los hombres. Lleva vestiduras de brillantez celestial. “Su cabeza y sus cabellos eran blancos como la lana blanca, como la nieve; y sus ojos como llama de fuego; y sus pies semejantes al latón fino, ardientes como en un horno.” Apocalipsis 1:14, 15. Su voz era como el estruendo de muchas aguas. Su rostro brillaba como el sol. En su mano tenía siete estrellas, y de su boca salía una espada aguda de dos filos, emblema del poder de su palabra. Patmos resplandeció con la gloria del Señor resucitado.
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