10 de julio de 2019
Capítulo 42—El viaje y el naufragio
Por fin Pablo estaba en camino a Roma. “Mas como fué determinado—escribe Lucas—que habíamos de navegar para Italia, entregaron a Pablo y a algunos otros presos a un centurión, llamado Julio, de la compañía Augusta. Así que, embarcándonos en una nave Adrumentina, partimos, estando con nosotros Aristarco, Macedonio de Tesalónica, para navegar junto a los lugares de Asia.”
En el primer siglo de la era cristiana, el viajar por mar se caracterizaba por grandes dificultades y peligros. Los marineros se guiaban en gran parte por la posición del sol y de las estrellas’; y cuando éstos no aparecían y había indicios de tormenta, los dueños de los barcos tenían miedo de aventurarse al mar abierto. Durante una parte del año, la navegación segura era casi imposible.
El apóstol tuvo que soportar entonces las penurias que durante el largo viaje a Italia le pudieran tocar a un preso encadenado. Una circunstancia alivió mucho la dureza de su suerte: se le permitió tener la compañía de Lucas y Aristarco. A este último lo mencionó más tarde, en su carta a los colosenses, como “compañero en la prisión” (Colosenses 4:10), pues de su propia voluntad había decidido compartir esa prisión con Pablo, para servirle en sus aflicciones.
El viaje se inició con toda felicidad. Al día siguiente anclaron en el puerto de Sidón. El centurión, al saber que allí había cristianos, por bondad hacia Pablo “permitióle que fuese a los amigos, para ser de ellos asistido.” El apóstol apreció mucho ese permiso, porque su salud era delicada.
Al salir de Sidón, el barco encontró vientos contrarios; y no pudiendo seguir una ruta directa, hizo lento progreso. En Mira, provincia de Licia, el centurión encontró un gran buque alejandrino que navegaba hacia Italia, e inmediatamente transbordó sus presos a éste. Pero los vientos se mantuvieron contrarios, y la marcha del buque se hizo difícil. Lucas escribe: “Y navegando muchos días despacio, y habiendo apenas llegado delante de Gnido, no dejándonos el viento, navegamos bajo de Creta, junto a Salmón. Y costeándola difícilmente, llegamos a un lugar que llaman Buenos Puertos.”
En Buenos Puertos se vieron obligados a permanecer por algún tiempo, esperando vientos favorables. El invierno se aproximaba y era “ya peligrosa la navegación;” los encargados de la nave debieron abandonar la esperanza de llegar a destino antes que terminara la estación favorable del año para viajar por mar. Lo único que debían decidir entonces era si convenía quedar en Buenos Puertos o intentar llegar a un lugar más apropiado para invernar.
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