23 de junio de 2019

Capítulo 38—La prisión de Pablo


“Y cuando llegamos a Jerusalem, los hermanos nos recibieron de buena voluntad. Y al día siguiente Pablo entró con nosotros a Jacobo, y todos los ancianos se juntaron.”

En esa ocasión Pablo y sus acompañantes presentaron formalmente a los dirigentes de la obra en Jerusalén las contribuciones enviadas por las iglesias gentiles para el sostén de los pobres entre sus hermanos judíos. El juntar estas contribuciones había costado al apóstol y a sus colaboradores mucho tiempo, mucha reflexión ansiosa y labor cansadora. La suma, que excedía en mucho a las expectativas de los ancianos de Jerusalén, representaba mucho sacrificio y aun severas privaciones de parte de los creyentes gentiles.

Estas ofrendas voluntarias expresaban la lealtad de los conversos gentiles a la obra de Dios organizada en todo el mundo, y todos debieran haberlas recibido con agradecimiento. Sin embargo, era evidente para Pablo y sus acompañantes, que aun entre aquellos delante de los cuales estaban en ese momento, había quienes eran incapaces de apreciar el espíritu de amor fraternal que había inspirado esos donativos.

En los primeros años del trabajo evangélico entre los gentiles, algunos de los principales hermanos de Jerusalén, aferrándose a anteriores prejuicios y modos de pensar, no habían cooperado de corazón con Pablo y sus asociados. En su ansiedad por conservar algunas formas y ceremonias carentes de significado habían perdido de vista las bendiciones que les reportaría a ellos y a la causa que amaban un esfuerzo por unir en una todas las fases de la obra de Dios. Aunque deseosos de proteger los mejores intereses de la iglesia de Cristo, habían dejado de mantenerse al paso con la marcha de las providencias de Dios, y en su sabiduría humana, trataban de imponer a los obreros muchas restricciones innecesarias. Así se levantó un grupo de hombres que no conocían personalmente las circunstancias cambiantes y las necesidades peculiares afrontadas por los obreros en los países distantes, pero quienes insistían, sin embargo, en que tenían autoridad para ordenar a los hermanos de esos países que siguieran ciertos métodos determinados de trabajo. Creían que la obra de predicar el Evangelio debía hacerse de acuerdo con sus opiniones.

Varios años habían pasado desde que los hermanos de Jerusalén, con los representantes de otras iglesias principales, habían considerado cuidadosamente las serias cuestiones que se habían suscitado en cuanto a los métodos seguidos por los que trabajaban por los gentiles. Como resultado de ese concilio, los hermanos habían hecho unánimemente ciertas recomendaciones a las iglesias referentes a algunos ritos y costumbres, inclusive la circuncisión. En ese concilio general, los hermanos habían recomendado a las iglesias cristianas y con la misma unanimidad a Bernabé y Pablo como colaboradores dignos de la plena confianza de cada creyente.

Entre los que estaban presentes en aquella reunión, había algunos que habían criticado severamente los métodos de labor seguidos por los apóstoles sobre quienes pesaba la principal responsabilidad de llevar el Evangelio a los gentiles. Pero durante el concilio, sus conceptos del propósito de Dios se habían ampliado, y ellos se habían unido con sus hermanos para tomar varias decisiones que hacían posible la unificación de todo el cuerpo de creyentes.

Después, cuando se vió que crecía rápidamente el número de conversos entre los gentiles, algunos de los principales hermanos radicados en Jerusalén volvieron a acariciar sus anteriores prejuicios contra los métodos de Pablo y sus asociados. Estos prejuicios se fortalecieron con el transcurso de los años, hasta que algunos de los dirigentes llegaron a la conclusión de que la obra de predicar el Evangelio debía realizarse desde entonces de acuerdo con sus propias ideas. Si Pablo conformaba sus métodos a ciertos planes de acción que ellos defendían, reconocerían y apoyarían su trabajo; de otra manera, no le considerarían más con favor ni le apoyarían.

Estos hombres habían perdido de vista el hecho de que Dios es el Maestro de su pueblo; que todo obrero de su causa ha de adquirir una experiencia individual en pos del divino Dirigente, sin mirar al hombre en procura de dirección; que sus obreros deben ser amoldados y moldeados, no de acuerdo con ideas humanas, sino según la similitud con lo divino.

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