09 de julio de 2019

Capítulo 41—“Casi me persuades”


“Por causa de esto—declaró el apóstol,—los Judíos, tomándome en el templo tentaron matarme. Mas ayudado del auxilio de Dios, persevero hasta el día de hoy, dando testimonio a pequeños y a grandes, no diciendo nada fuera de las cosas que los profetas y Moisés dijeron que habían de venir: que Cristo había de padecer, y ser el primero de la resurrección de los muertos, para anunciar luz al pueblo y a los Gentiles.”

Todos habían escuchado extasiados el relato que hiciera Pablo de las cosas maravillosas que había experimentado. El apóstol se estaba espaciando en su tema favorito. Ninguno de los que le oían podía dudar de su sinceridad. Pero en medio de su persuasiva elocuencia fué interrumpido por Festo, que gritó: “Estás loco, Pablo: las muchas letras te vuelven loco.”

El apóstol replicó: “No estoy loco, excelentísimo Festo, sino que hablo palabras de verdad y de templanza. Pues el rey sabe estas cosas, delante del cual también hablo confiadamente. Pues no pienso que ignora nada de esto; pues no ha sido esto hecho en algún rincón.” Entonces, dirigiéndose a Agripa, le preguntó directamente: “¿Crees, rey Agripa, a los profetas? Yo sé que crees.”

Profundamente afectado, Agripa perdió por un momento de vista todo lo que le rodeaba y la dignidad de su posición. Consciente sólo de las verdades que había oído, viendo al humilde preso de pie ante él como embajador de Dios, contestó involuntariamente: “Por poco me persuades a ser Cristiano.”

Fervientemente el apóstol respondió: “¡Pluguiese a Dios que por poco o por mucho, no solamente tú, mas también todos los que hoy me oyen, fueseis hechos tales cual yo soy—y añadió mientras levantaba sus manos encadenadas,—excepto estas prisiones!”

Festo, Agripa y Bernice podían con justicia cargar las cadenas que llevaba el apóstol. Todos eran culpables de graves crímenes. Esos culpables habían oído ese día el ofrecimiento de la salvación por medio del nombre de Cristo. Uno, por lo menos, casi había sido persuadido a aceptar la gracia y el perdón ofrecidos. Pero Agripa, poniendo a un lado la misericordia ofrecida, rehusó aceptar la cruz de un Redentor crucificado.

La curiosidad del rey estaba satisfecha, y levantándose de su asiento, indicó que la entrevista había terminado. Cuando la asamblea se dispersó, hablaron ellos entre sí diciendo: “Ninguna cosa digna ni de muerte, ni de prisión, hace este hombre.”

Aunque Agripa era judío, no sentía el celo fanático ni el prejuicio de los fariseos. “Podía este hombre ser suelto—dijo a Festo—si no hubiera apelado a César.” Pero como el caso había sido remitido al tribunal superior, estaba fuera de la jurisdicción de Festo o de Agripa.

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