03 de agosto de 2019
Capítulo 49—La última carta de Pablo
Con el desprecio creciente hacia la ley de Dios, existe una marcada aversión a la religión, un aumento de orgullo, amor a los placeres, desobediencia a los padres e indulgencia propia; y dondequiera se preguntan ansiosamente los pensadores: ¿Qué puede hacerse para corregir esos males alarmantes? La respuesta la hallamos en la exhortación de Pablo a Timoteo: “Predica la Palabra.” En la Biblia encontramos los únicos principios seguros de acción. Es la transcripción de la voluntad de Dios, la expresión de la sabiduría divina. Abre a la comprensión de los hombres los grandes problemas de la vida; y para todo el que tiene en cuenta sus preceptos, resultará un guía infalible que le guardará de consumir su vida en esfuerzos mal dirigidos. Dios ha hecho conocer su voluntad, y es insensato para el hombre poner en tela de juicio lo que han proferido sus labios. Después que la Infinita Sabiduría habló, no puede existir una sola cuestión en duda que el hombre haya de aclarar, ninguna posibilidad de vacilar que corregir. Todo lo que el Señor requiere de él es un sincero y fervoroso acatamiento de su expresa voluntad. La obediencia es el mayor dictado de la razón, tanto como de la conciencia.
Pablo continúa sus instrucciones: “Pero tú vela en todo, soporta las aflicciones, haz la obra de evangelista, cumple tu ministerio.” El apóstol estaba cerca del fin de su carrera y deseaba que Timoteo ocupara su lugar, guardando a la iglesia de fábulas y herejías por medio de las cuales el enemigo, de varias maneras, se esforzaría por seducirlos y apartarlos de la sencillez del Evangelio. Le amonestó que evitara toda ocupación y complicación temporal que le podría impedir una entrega completa a la obra de Dios, que soportara con alegría la oposición, el vituperio y la persecución a que pudiera exponerse en virtud de su fidelidad, y a hacer completa demostración de su ministerio, empleando cada recurso a su alcance para beneficiar a aquellos por quienes Cristo murió.
La vida de Pablo fué una ejemplificación de las verdades que enseñaba: en eso estribaba su poder. Su corazón estaba lleno de un profundo y perdurable sentido de su responsabilidad; y trabajaba en íntima comunión con Aquel que es la fuente de la justicia, misericordia y verdad. Se aferraba a la cruz de Cristo como a su única garantía de éxito. El amor del Salvador era el motivo imperecedero que le sostenía en sus conflictos con el yo, en sus luchas contra el mal, mientras avanzaba en el servicio de Cristo contra la hostilidad del mundo y la oposición de sus enemigos.
Lo que la iglesia necesita en estos días de peligro es un ejército de obreros que, como Pablo, se hayan educado para ser útiles, tengan una experiencia profunda en las cosas de Dios y estén llenos de fervor y celo. Se necesitan hombres santificados y abnegados; hombres que no esquiven las pruebas y la responsabilidad; hombres valientes y veraces; hombres en cuyos corazones Cristo constituya la “esperanza de gloria,” y quienes, con los labios tocados por el fuego santo, prediquen la Palabra. Por carecer de tales obreros la causa de Dios languidece, y errores fatales, cual veneno mortífero, corrompen la moral y agostan las esperanzas de una gran parte de la raza humana.
A medida que los fieles y fatigados portaestandartes están ofreciendo su vida por causa de la verdad, ¿quién se adelantará para ocupar su lugar? ¿Aceptarán nuestros jóvenes el santo cometido de manos de sus padres? ¿Están ellos preparados para llenar las vacantes producidas por la muerte de los fieles? ¿Tendrán en cuenta las recomendaciones de los apóstoles? ¿Escucharán el llamamiento del deber mientras están rodeados por las incitaciones al egoísmo y a la ambición que engañan a la juventud?
Pablo concluyó su carta con mensajes particulares para distintas personas, y otra vez repitió el urgente ruego de que Timoteo fuera pronto—si fuese posible, antes del invierno. Habló de su soledad, causada por el abandono de algunos amigos suyos, y la ausencia necesaria de otros; y para que Timoteo no vacilase, temiendo que la iglesia de Efeso necesitara sus atenciones, Pablo le manifestó que había enviado ya a Tíquico para que ocupase la vacante.
Después de hablar de la escena de su juicio ante Nerón, la deserción de sus hermanos y la gracia sostenedora del Dios guardador de su pacto, Pablo concluyó su carta encomendando a Timoteo al cuidado del Jefe de los pastores, quien, aun cuando los subpastores cayesen en la lucha, seguiría cuidando su rebaño.
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