08 de julio de 2019
Capítulo 41—“Casi me persuades”
Festo mismo presentó a Pablo ante la asamblea con las palabras: “Rey Agripa, y todos los varones que estáis aquí juntos con nosotros: veis a éste, por el cual toda la multitud de los Judíos me ha demandado en Jerusalem y aquí, dando voces que no conviene que viva más; mas yo, hallando que ninguna cosa digna de muerte ha hecho, y él mismo apelando a Augusto, he determinado enviarle: del cual no tengo cosa cierta que escriba al señor; por lo que le he sacado a vosotros, y mayormente a ti, oh rey Agripa, para que hecha información, tenga yo qué escribir. Porque fuera de razón me parece enviar un preso, y no informar de las causas.”
El rey Agripa le permitió ahora a Pablo hablar en su defensa. El apóstol no se desconcertó por la brillante pompa, ni por la alta jerarquía de su auditorio; porque sabía de cuán poco valor son las riquezas y la posición mundanales. Las pompas terrenales y el poder ni por un momento intimidaron su valor o le despojaron de su dominio propio.
“Oh rey Agripa, me tengo por dichoso—declaró él—de que haya hoy de defenderme delante de ti; mayormente sabiendo tú todas las costumbres y cuestiones que hay entre los Judíos: por lo cual te ruego que me oigas con paciencia.”
Pablo relató la historia de su conversión desde su empecinado descreimiento hasta que aceptó la fe en Jesús de Nazaret como el Redentor del mundo. Describió la visión celestial que al principio le había llenado de indescriptible terror, pero que después resultó ser una fuente del mayor consuelo: una revelación de la gloria divina, en medio de la cual estaba entronizado Aquel a quien él había despreciado y aborrecido, cuyos seguidores estaba tratando de destruir. Desde aquella hora Pablo había sido un nuevo hombre, un sincero y ferviente creyente en Jesús, gracias a la misericordia transformadora.
Con claridad y poder Pablo repasó ante Agripa los principales acontecimientos relacionados con la vida de Cristo en la tierra. Testificó que el Mesías de las profecías ya había aparecido en la persona de Jesús de Nazaret. Mostró cómo las Escrituras del Antiguo Testamento habían declarado que el Mesías debía aparecer como un hombre entre los hombres; y cómo en la vida de Jesús se habían cumplido todas las especificaciones dadas por Moisés y los profetas. A fin de redimir un mundo perdido, el divino Hijo de Dios había sufrido la cruz, menospreciando la vergüenza, y había ascendido a los cielos triunfante de la muerte y el sepulcro.
¿Por qué, razonó Pablo, habría de parecer increíble que Cristo hubiese resucitado de los muertos? Una vez le había parecido así a él mismo; pero, ¿cómo podía dejar de creer lo que él mismo había visto y oído? Cerca de las puertas de Damasco había de veras contemplado al Cristo crucificado y resucitado, el mismo que había caminado por las calles de Jerusalén, muerto en el Calvario, roto las ligaduras de la muerte y ascendido al cielo. Lo había visto y había conversado con él, tan ciertamente como Cefas, Santiago, Juan o cualquier otro de los discípulos. La Voz le había mandado proclamar el Evangelio de un Salvador resucitado y, ¿cómo podía desobedecer? En Damasco, en Jerusalén, por toda Judea, en las regiones más lejanas, había dado testimonio de Jesús el Crucificado, exhortando a todos a “que se arrepintiesen y se convirtiesen a Dios, haciendo obras dignas de arrepentimiento.”
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