18 de agosto de 2019
Capítulo 54—Un testigo fiel
Después de la ascensión de Cristo, Juan se destaca como fiel y ardoroso obrero del Maestro. Juntamente con los otros discípulos disfrutó del derramamiento del Espíritu Santo en el día de Pentecostés, y con renovado celo y poder continuó hablando a la gente las palabras de vida, procurando llevar sus pensamientos hacia el Invisible. Era un predicador poderoso, ferviente y profundamente solícito. Con hermoso lenguaje y una voz musical, relataba las palabras y las obras de Cristo; hablaba en una forma que impresionaba los corazones de aquellos que le escuchaban. La sencillez de sus palabras, el poder sublime de la verdad que enunciaba, y el fervor que caracterizaba su enseñanza, le daban acceso a todas las clases sociales.
La vida del apóstol estaba en armonía con su enseñanza. El amor de Cristo que ardía en su corazón, le indujo a realizar una fervorosa e incansable labor en favor de sus semejantes, especialmente por sus hermanos en la iglesia cristiana.
Cristo había mandado a los primeros discípulos que se amasen unos a otros como él los había amado. Así debían testificar al mundo que Cristo, la esperanza de gloria, se había desarrollado en ellos. “Un mandamiento nuevo os doy—había dicho:—Que os améis unos a otros: como os he amado, que también os améis los unos a los otros.” Juan 13:34. Cuando se dijeron esas palabras, los discípulos no las pudieron entender; pero después de presenciar los sufrimientos de Cristo, después de su crucifixión, resurrección y ascensión al cielo, y después que el Espíritu Santo descendió sobre ellos en Pentecostés, tuvieron un claro concepto del amor de Dios y de la naturaleza del amor que debían tener el uno con el otro. Entonces Juan pudo decir a sus condiscípulos:
“En esto hemos conocido el amor, porque él puso su vida por nosotros: también nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos.”
Después que descendió el Espíritu Santo, cuando los discípulos salieron a proclamar al Salvador viviente, su único deseo era la salvación de las almas. Se regocijaban en la dulzura de la comunión con los santos. Eran compasivos, considerados, abnegados, dispuestos a hacer cualquier sacrificio por la causa de la verdad. En su asociación diaria, revelaban el amor que Cristo les había enseñado. Por medio de palabras y hechos desinteresados, se esforzaban por despertar ese sentimiento en otros corazones.
Los creyentes habían de cultivar siempre un amor tal. Tenían que ir adelante en voluntaria obediencia al nuevo mandamiento. Tan estrechamente debían estar unidos con Cristo que pudieran sentirse capacitados para cumplir todos sus requerimientos. Sus vidas magnificarían el poder del Salvador, quien podía justificarlos por su justicia.
Pero gradualmente sobrevino un cambio. Los creyentes comenzaron a buscar defectos en los demás. Espaciándose en las equivocaciones, y dando lugar a una crítica dura, perdieron de vista al Salvador y su amor. Llegaron a ser más estrictos en relación con las ceremonias exteriores, más exactos en la teoría que en la práctica de la fe. En su celo por condenar a otros, pasaban por alto sus propios errores. Perdieron el amor fraternal que Cristo les había encomendado, y lo más triste de todo, era que no se daban cuenta de su pérdida. No comprendían que la alegría y el regocijo se retiraban de sus vidas, y que, habiendo excluído el amor de Dios de sus corazones, pronto caminarían en tinieblas.
Comprendiendo Juan que el amor fraternal iba mermando en la iglesia, se esforzaba por convencer a los creyentes de la necesidad constante de ese amor. Sus cartas a las iglesias están llenas de este pensamiento. “Carísimos, aménonos unos a otros—escribe;—porque el amor es de Dios. Cualquiera que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios. El que no ama, no conoce a Dios; porque Dios es amor. En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él. En esto consiste el amor: no que nosotros hayamos amado a Dios, sino que él nos amó a nosotros, y ha enviado a su Hijo en propiciación por nuestros pecados. Amados, si Dios así nos ha amado, debemos también nosotros amarnos unos a otros.”
Tocante al sentido especial en que ese amor debería manifestarse por los creyentes, el apóstol dice: “Os escribo un mandamiento nuevo, que es verdadero en él y en vosotros; porque las tinieblas son pasadas, y la verdadera luz ya alumbra. El que dice que está en luz, y aborrece a su hermano, el tal aun está en tinieblas todavía. El que ama a su hermano, está en luz, y no hay tropiezo en él. Mas el que aborrece a su hermano, está en tinieblas, y anda en tinieblas, y no sabe a donde va; porque las tinieblas le han cegado los ojos.” “Porque éste es el mensaje que habéis oído desde el principio: Que nos amemos unos a otros.” “El que no ama a su hermano, está en muerte. Cualquiera que aborrece a su hermano, es homicida; y sabéis que ningún homicida tiene vida eterna permaneciente en sí. En esto hemos conocido el amor, porque él puso su vida por nosotros: también nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos.”
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