26 de agosto de 2019
Capítulo 56—Patmos
Los gobernantes judíos estaban llenos de amargo odio contra Juan por su inmutable fidelidad a la causa de Cristo. Declararon que sus esfuerzos contra los cristianos no tendrían resultado mientras el testimonio de Juan repercutiera en los oídos del pueblo. Para conseguir que los milagros y enseñanzas de Jesús pudiesen olvidarse, había que acallar la voz del valiente testigo.
Con este fin, Juan fué llamado a Roma para ser juzgado por su fe. Allí, delante de las autoridades, las doctrinas del apóstol fueron expuestas erróneamente. Testigos falsos le acusaron de enseñar herejías sediciosas, con la esperanza de conseguir la muerte del discípulo.
Juan se defendió de una manera clara y convincente, y con tal sencillez y candor que sus palabras tuvieron un efecto poderoso. Sus oyentes quedaron atónitos ante su sabiduría y elocuencia. Pero cuanto más convincente era su testimonio, tanto mayor era el odio de sus opositores. El emperador Domiciano estaba lleno de ira. No podía refutar los razonamientos del fiel abogado de Cristo, ni competir con el poder que acompañaba su exposición de la verdad; pero se propuso hacer callar su voz.
Juan fué echado en una caldera de aceite hirviente; pero el Señor preservó la vida de su fiel siervo, así como protegió a los tres hebreos en el horno de fuego. Mientras se pronunciaban las palabras: Así perezcan todos los que creen en ese engañador, Jesucristo de Nazaret, Juan declaró: Mi Maestro se sometió pacientemente a todo lo que hicieron Satanás y sus ángeles para humillarlo y torturarlo. Dió su vida para salvar al mundo. Me siento honrado de que se me permita sufrir por su causa. Soy un hombre débil y pecador. Solamente Cristo fué santo, inocente e inmaculado. No cometió pecado, ni fué hallado engaño en su boca.
Estas palabras tuvieron su influencia, y Juan fué retirado de la caldera por los mismos hombres que lo habían echado en ella.
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