28 de agoto de 2019
Capítulo 56—Patmos
En su aislado hogar, Juan estaba en condiciones, como nunca antes, de estudiar más de cerca las manifestaciones del poder divino, conforme están registradas en el libro de la naturaleza y en las páginas de la inspiración. Para él era motivo de regocijo meditar en la obra de la creación y adorar al divino Arquitecto. En años anteriores sus ojos habían observado colinas cubiertas de bosques, verdes valles, llanuras llenas de frutales; y en las hermosuras de la naturaleza siempre había sido su alegría rastrear la sabiduría y la pericia del Creador. Ahora estaba rodeado por escenas que a muchos les hubiesen parecido lóbregas y sin interés; pero para Juan era distinto. Aunque sus alrededores parecían desolados y áridos, el cielo azul que se extendía sobre él era tan brillante y hermoso como el de su amada Jerusalén. En las desiertas y escarpadas rocas, en los misterios de la profundidad, en las glorias del firmamento, leía importantes lecciones. Todo daba testimonio del poder y la gloria de Dios.
En todo su derredor el apóstol observaba vestigios del diluvio que había inundado la tierra porque sus habitantes se habían aventurado a transgredir la ley de Dios. Las rocas sacadas de las profundidades del mar y de la tierra por la irrupción de las aguas, le recordaban vívidamente los terrores de aquella terrible manifestación de la ira de Dios. En la voz de muchas aguas, en que un abismo llamaba a otro, el profeta oía la voz de su Creador. El mar, azotado por la furia de vientos despiadados, representaba para él la ira de un Dios ofendido. Las poderosas olas, en su terrible conmoción, contenidas por límites señalados por una mano invisible, le hablaban del control de un poder infinito. Y en contraste se daba cuenta de la fragilidad e insensatez de los mortales, los cuales, a pesar de ser gusanos del polvo, se glorían en su supuesta sabiduría y fuerza, y ponen sus corazones contra el Rey del universo, como si Dios fuera semejante a uno de ellos. Al mirar las rocas recordaba a Cristo: la Roca de su fortaleza, a cuyo abrigo podía refugiarse sin temor. Del apóstol desterrado en la rocosa Patmos subían los más ardientes anhelos de su alma por Dios, las más fervientes oraciones.
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