19 de julio de 2019
Capítulo 44—En la casa de César
El Evangelio ha logrado siempre sus mayores éxitos entre las clases humildes. “No sois muchos sabios según la carne, no muchos poderosos, no muchos nobles.” 1 Corintios 1:26. No cabía esperar que Pablo, pobre y desvalido preso, fuese capaz de atraer la atención de las clases opulentas y aristocráticas de los ciudadanos romanos, a quienes el vicio ofrecía todos sus halagos y los mantenía en voluntaria esclavitud. Pero entre las fatigadas y menesterosas víctimas de la opresión y aun de entre los infelices esclavos, muchos escuchaban gozosamente las palabras de Pablo, y en la fe de Cristo hallaban la esperanza y paz que les daban aliento para sobrellevar las innumerables penalidades que les tocaban en suerte.
Sin embargo, aunque el apóstol comenzó su obra con los pobres y humildes, la influencia de ella se dilató hasta alcanzar el mismo palacio del emperador.
Roma era en ese tiempo la metrópoli del mundo. Los arrogantes Césares dictaban leyes a casi cada nación de la tierra. Reyes y cortesanos ignoraban al humilde Nazareno o le miraban con odio y escarnio. Y sin embargo, en menos de dos años el Evangelio se abrió camino desde la modesta morada del preso hasta las salas imperiales. Pablo estaba encarcelado como un malhechor; pero “la palabra de Dios no está presa.” 2 Timoteo 2:9.
En años anteriores el apóstol había proclamado públicamente la fe de Cristo con persuasivo poder; y mediante señales y milagros había dado inequívoca evidencia del carácter divino de la misma. Con noble firmeza se había presentado ante los sabios de Grecia, y por sus conocimientos y elocuencia había silenciado los argumentos de los orgullosos filósofos. Con intrépida valentía se había presentado ante reyes y gobernadores para disertar sobre la justicia, la temperancia y el juicio venidero, hasta hacer temblar a los soberbios gobernantes como si ya contemplaran los terrores del día de Dios.
Tales oportunidades no se le presentaban ahora al apóstol, confinado en su propia casa; solamente podía proclamar la verdad a los que acudían a él. No tenía, como Moisés y Aarón, la orden divina de presentarse ante el rey libertino, y en el nombre del gran YO SOY reprochar su crueldad y opresión. No obstante, en ese mismo tiempo, cuando el principal abogado del Evangelio estaba aparentemente impedido de realizar trabajo público, se ganó una gran victoria para la causa de Dios: miembros de la misma casa del rey fueron añadidos a la iglesia.
En ninguna parte podía existir una atmósfera más antagónica hacia el cristianismo que en la corte romana. Nerón parecía haber borrado de su alma el último vestigio de lo divino, y aun de lo humano, y llevar la misma estampa de Satanás. Sus asistentes y cortesanos eran, en general, del mismo carácter: crueles, degradados y corrompidos. Según todas las apariencias, sería imposible para el cristianismo abrirse paso en la corte y palacio de Nerón.
No obstante, aun en este caso, como en muchos otros, se comprobó la veracidad de la afirmación de Pablo; que las armas de nuestra milicia son “poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas.” 2 Corintios 10:4. Aun en la misma casa de Nerón fueron ganados trofeos para la cruz. De entre los viles siervos de un rey aun más vil, se ganaron conversos que llegaron a ser hijos de Dios. No eran cristianos secretos, sino que profesaban su fe abiertamente y no se avergonzaban.
¿Y por qué medios alcanzó entrada y se abrió paso el cristianismo donde su misma admisión parecía imposible? En su Epístola a los Filipenses, Pablo atribuyó a su propio encarcelamiento el éxito alcanzado en ganar conversos a la fe en la casa de Nerón. Temeroso de que se pensara que sus aflicciones habían impedido el progreso del Evangelio, les aseguró esto: “Y quiero, hermanos, que sepáis que las cosas que me han sucedido, han redundado más en provecho del evangelio.” Filipenses 1:12.
Cuando las iglesias cristianas se enteraron por primera vez de que Pablo iba a Roma, esperaron un marcado triunfo del Evangelio en esa ciudad. Pablo había llevado la verdad a muchos países, y la había proclamado en ciudades populosas. Por lo tanto, ¿no podía este campeón de la fe ganar almas para Cristo aun en la metrópoli del mundo? Pero se desvanecieron sus esperanzas al saber que Pablo había ido a Roma en calidad de preso. Esperaban los cristianos confiadamente ver cómo, una vez establecido el Evangelio en aquel centro, se propagase rápidamente a todas las naciones y llegara a ser una potencia prevaleciente en la tierra. ¡Cuán grande fué su desengaño! Habían fracasado las esperanzas humanas, pero no los propósitos de Dios.
No por los discursos de Pablo, sino por sus prisiones, la atención de la corte imperial fué atraída al cristianismo; en calidad de cautivo, rompió las ligaduras que mantenían a muchas almas en la esclavitud del pecado. No sólo esto, sino que, como Pablo declaró: “Muchos de los hermanos en el Señor, tomando ánimo con mis prisiones, se atreven mucho más a hablar la palabra sin temor.” Filipenses 1:14.
La paciencia y el gozo de Pablo, su ánimo y fe durante su largo e injusto encarcelamiento, eran un sermón continuo. Su espíritu, tan diferente del espíritu del mundo, testificaba que moraba en él un poder superior al terrenal. Y por su ejemplo, los cristianos fueron impelidos a defender con mayor energía la causa de cuyas labores públicas Pablo había sido retirado.
De esa manera las cadenas del apóstol fueron influyentes, a tal grado que cuando su poder y utilidad parecían haber terminado, y cuando según todas las apariencias menos podía hacer, juntó gavillas para Cristo en campos de los cuales parecía totalmente excluído.
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