07 de julio de 2019

Capítulo 41—“Casi me persuades”


Pablo había apelado a César, y Festo no podía hacer otra cosa que enviarlo a Roma. Pero pasó un tiempo antes que se pudiese encontrar un barco conveniente; y como había otros presos para enviar con Pablo, la consideración de sus casos también ocasionó atraso. Esto dió a Pablo la oportunidad de exponer las razones de su fe ante los principales hombres de Cesarea, y también al rey Agripa II, el último de los Herodes.

“Y pasados algunos días, el rey Agripa y Bernice vinieron a Cesarea a saludar a Festo. Y como estuvieron allí muchos días, Festo declaró la causa de Pablo al rey, diciendo: Un hombre ha sido dejado preso por Félix, sobre el cual, cuando fuí a Jerusalem, vinieron a mí los príncipes de los sacerdotes y los ancianos de los Judíos, pidiendo condenación contra él.” Esbozó las circunstancias que indujeron al preso a apelar a César, describió el reciente juicio realizado ante él, y dijo que los judíos no habían presentado contra Pablo ninguna acusación de las que él había pensado que levantarían, sino “ciertas cuestiones acerca de su superstición, y de un cierto Jesús, difunto, el cual Pablo afirmaba que estaba vivo.”

Cuando Festo relató su historia, Agripa se interesó y dijo: “Yo también quisiera oír a ese hombre.” De acuerdo con su deseo, se arregló una entrevista para el día siguiente. “Y al otro día, viniendo Agripa y Bernice con mucho aparato, y entrando en la audiencia con los tribunos y principales hombres de la ciudad, por mandato de Festo, fué traído Pablo.”

En honor de sus visitantes, Festo había tratado de hacer imponente esta ocasión. Los ricos mantos del procurador y sus invitados, las espadas de sus soldados, y la resplandeciente armadura de sus comandantes, contribuían a dar relumbre a la escena.

Y ahora Pablo, maniatado todavía, estaba ante la compañía reunida. ¡Qué contraste se presentaba allí! Agripa y Bernice poseían poder y jerarquía, y por eso eran favorecidos por el mundo. Pero estaban desprovistos de los rasgos de carácter que Dios estima. Eran transgresores de su ley, corrompidos de corazón y vida. Su conducta era aborrecida por el Cielo.

El anciano preso, encadenado a los soldados que le servían de guardia, no tenía en su apariencia nada que indujera al mundo a rendirle homenaje. Sin embargo, en ese hombre aparentemente sin amigos ni riquezas ni elevada posición, y mantenido preso a causa de su fe en el Hijo de Dios, todo el cielo estaba interesado. Los ángeles eran sus asistentes. Si se hubiese manifestado la gloria propia de uno solo de estos resplandecientes mensajeros, la pompa y orgullo de la realeza habrían palidecido; el rey y sus cortesanos habrían sido postrados en tierra, como sucedió a los de la guardia romana que vigilaban el sepulcro de Cristo.

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